viernes, 30 de diciembre de 2011
Jaleo Real
lunes, 19 de diciembre de 2011
Descansen en paz
lunes, 12 de diciembre de 2011
Aguas turbias
viernes, 18 de noviembre de 2011
La trampa de la botica
viernes, 11 de noviembre de 2011
Un dios sin papeles
miércoles, 2 de noviembre de 2011
Son muchas cosas
martes, 25 de octubre de 2011
¿Generación perdida?
martes, 18 de octubre de 2011
¿Educación...?
viernes, 7 de octubre de 2011
Alzheimer
domingo, 2 de octubre de 2011
La vida en un cuadro
El abuelo siempre me hace parar en el mismo escaparate. Al abuelo le ha ido secando la mente los últimos años una de esas demencias seniles y el reloj del tiempo se le ha parado en algún rincón de la memoria; a muchos ancianos les ocurre y su subconsciente, su instinto, o la angustia de sentirse perdidos, les empuja a aferrarse a lejanos pasajes de su vida, a su juventud, e incluso a su infancia, a épocas en las que su ingenuidad les llevaba a elevar las cosas más fútiles al rango de lo trascendental.
-Déjame aquí un ratico, chiquilla –me dice cuando pasamos frente al escaparate que nos coge de camino al parque–, aguarda que mire una miaja la estampa de las mulas. Tú mientras, si quieres, te puedes pintar los labios y los ojos; ya sabes que yo no le voy a decir nada a tu madre –me advierte con un guiño de complicidad.
Esa estampa que día tras día atrae tan poderosamente la atención del abuelo, no es más que una pintura enmarcada que luce en el centro del escaparate, rodeada de prendas de vestir masculinas. El cuadro, de aproximadamente ochenta centímetros de alto por treinta de ancho, representa una reata de mulas tirando de un carro. La mula que encabeza la reata tiene un pelaje marrón, tirando a negro y un rodal blanco en la frente. A la zaga del carro, camina un hombre ataviado con las prendas que habitualmente utilizaban arrieros y carreteros hasta mediados del siglo pasado: pantalón de pana, blusón de lienzo negro y la cabeza cubierta con boina del mismo color; esas mismas prendas las había visto yo en las fotografías que el abuelo guarda en el maletón de su dormitorio, y que a mí tánto me gustaba que me mostrara cuando él todavía estaba lúcido, porque al contemplar las fotos, me narraba historias de su juventud que le venían a la memoria.
Al abuelo no le queda ni un diente en la boca, ni dientes ni muelas; él suele decir que su boca parece un cuartel sin soldados, pero por más que nos hemos empeñado, no consiente que le acoplen una dentadura postiza: no quiero en mi cuerpo nada que no sea mío, afirma convencido. Cuando mira embelesado el cuadro del escaparate (la estampa, como él la llama) se le descuelga un poco la mandíbula y su rostro, visto de perfil, adquiere un gesto de infinita inocencia y sus ojos acuosos son ventanas abiertas por las que se le asoma el alma. Esto es lo que me ha empujado a escribir sobre él, sobre lo que veo a través de esas ventanas y sobre las muchas cosas que él me contaba antes de… antes de que su cerebro se reblandeciera hasta llegar a la simple inocencia infantil.
Lleva meses, va para un año ya, obsesionado con la estampa del escaparate, sobre todo con esa mula que encabeza la reata de tres que aparentan tirar del carro de dos varas. Es un animal de pelaje castaño-oscuro, como ya creo haber dicho, de estampa vigorosa, aunque un tanto desgarbada; las orejas enhiestas y ligeramente inclinadas hacia adelante, como indicando con absoluta certeza el camino a seguir. El rodal de pelo blanco de su frente, lo circundan varios picos, otorgándole forma de estrella.
-Es el vivo retrato de mi mula, la Estrella, zagala –sentencia el abuelo siempre que me quedo junto a él contemplando su cuadro–. Fíjate en sus ojos: grandes y color de miel, como los caramelos de antes. Es un retrato que alguien le tuvo que sacar a mi Estrella antes de que se muriera, claro.
Yo, por más que me empeño, no acierto a verle al animal ese color de ojos que dice el abuelo, claro; solo es capaz de verlo él, alumbrado por el rescoldo de sus recuerdos. Antes, cuando yo era más pequeña y la mente del abuelo todavía era capaz de hilvanar punto por punto las historias vividas en su juventud, me contaba sus azarosas andanzas como arriero, contrabandista, carretero y estraperlista: la mula Estrella siempre fue el eje sobre el que giró su supervivencia y la de su familia. Ella alentó mis afanes aventureros de la juventud y me ayudó a llevar a mi casa el pan de mis hijos más tarde.
Cómo me gustaría ahora contar con el apoyo y los sabios consejos del abuelo, si la lucidez de su mente hubiera aguantado unos años más, ahora que estoy traspasando ese umbral tan atribulado que separa la niñez de la juventud y que tántas incertidumbres me produce. La relación con mis padres es buena, sin embargo no me sentiría cómoda confesándoles mis primeras experiencias en el terreno amoroso, si es que así merece llamarse a estos primeros pasos, que tienen tanto de apasionados como de torpes, espoleados por el instinto y marcados por la ignorancia, que acaban siempre sumiéndome en un laberinto de dudas. El abuelo, con su sabiduría y su exquisita sutileza, supo, desde que yo era muy pequeña, marcarme el camino a seguir, sacándome de mis miedos y mis zozobras infantiles con consejos tan contundentes como acertados; fue mi guía, mi norte para arribar a puerto seguro en mis trascendentales travesías infantiles, lo mismo que su mula, la Estrella, lo guiara en las noches de contrabando de su juventud por aquellas intrincadas montañas que marcan los poco claros límites entre Extremadura y Portugal.
Cuando yo andaba por los doce o trece años, él me contaba los amoríos de sus años mozos, unos amoríos (así los llamaba él) cargados de romanticismo novelesco; más tarde he llegado a dudar si eran reales, se los inventaba, o se limitaba a dar a la realidad ese barniz poético con el que acostumbraba embellecer todo lo que me había venido contando desde que comencé a tener uso de razón. Por aquel entonces la abuela todavía vivía (hace próximo a dos años que murió) él siempre terminaba sus relatos advirtiéndome, con un guiño de complicidad: Y de esto a la abuela ¡ni una palabra!
El broche que puso fin y conjugó en uno solo los amores de mi querido viejo fue la abuela Isabel: Mi portuguesa, como él la llamaba.
Todo había transcurrido en unas pocas horas, según me lo contó el abuelo. El entonces joven contrabandista, llegó al caserío a recoger su carga con los últimos claros de una tarde primaveral, aromatizada de jaras y resina de los pinos que poblaban los entornos. La Portuguesa, con sus diecisiete años acabados de cumplir, trajinaba en la cocina mientras su padre y el recién llegado sacaban cuentas sobre el fardo que había preparado en el portal. El padre de la joven propuso al contrabandista que se quedara a cenar antes de emprender el duro y peligroso camino de regreso, cosa que éste aceptó agradecido. Una mirada en el transcurso de la cena, bastó para que los dos jóvenes supieran que sus destinos caminarían uncidos desde aquel momento hasta el fin de sus días. Aquella noche, la mula Estrella cargaría sobre su lomo la mercancía más valiosa que había transportado en toda su historia de sierra y contrabando: a su amada Portuguesa. Sesenta y dos años después, cuando la Portuguesa murió, el abuelo, con la garganta seca y la voz quebrada, dijo: Ha sido la mejor compañera y la madre más valiente para mis hijos que yo jamás hubiera podido soñar. Gracias por esos sesenta y dos años, cuatro meses y siete días de felicidad que me has regalado.
Fue a partir de entonces cuando el abuelo comenzó a dar claras muestras de sus desvaríos, en tanto yo pasaba de la niñez a la pubertad. Todo vino casi al mismo tiempo, por un lado mis ansias de vivir intensamente las experiencias que ese mundo recién abierto ante mí me ofrecía, por otro los desengaños que me acarreaba cada paso que iba dando en ese mundo tan atrayente como desconocido. Era como si el Destino se hubiera propuesto darme la sal y negarme el agua. No digo que en los tiempos que corren una adolescente no dispone de la suficiente información para afrontar esa etapa tan delicada, puesto que en el colegio se habían impartido charlas al respecto, amén de recomendarnos libros escritos por verdaderos expertos en la materia y, hasta mi madre (no con demasiada habilidad, justo es decirlo) también me había alumbrado ciertos detalles sobre el particular, aunque, de forma un tanto atolondrada, como digo, lo que hacía que sus bien intencionadas explicaciones no lograran verter demasiada luz en el entramado de mis tribulaciones.
Tampoco quiero decir, ni siquiera pensar, que con el abuelo hubiera tenido yo la suficiente confianza para abordar temas tan íntimos, ni aunque él hubiera estado en la plenitud de su lucidez; pero estoy completamente segura de que mi querido viejo, intuitivo por naturaleza, habría estado al tanto de mis bruscos cambios de humor y, con la sutileza que siempre le caracterizó, logrado ser el faro que guiara mi barco a buen puerto.
Aunque cada vez más espaciados, el abuelo muestra todavía ciertos ramalazos de lucidez. Una de esas ocasiones se dio el día que descubrió la estampa de las mulas en el escaparate. Íbamos camino del parque, lugar al que yo solía llevarle un rato las tardes que la bondad del tiempo lo permitía, el tiempo y mis quehaceres, ya que estaba en una fase de mis estudios en la que era mucho lo que me jugaba, puesto que atravesaba esa difícil encrucijada en la que se decide si un joven, cualquiera que sea su sexo, logra saltar a estudios superiores o quedar estancado, dejando en la cuneta el esfuerzo y aspiraciones que le han espoleado los años pasados.
Después de observar un rato la estampa, nos sentamos en un banco, junto a una fuente y comenzó a contarme el final que había tenido la historia de su mula Estrella, recuperando (por no sé qué milagro) aquella gracia tan suya para contar historias.
Dejé lo del contrabando, –comenzó-. Aquella no era vida para un hombre casado y con la mujer preñada, pasando las noches sola en casa, con el alma agarrotada en la garganta temiendo siempre que a mí me hubiera ocurrido algo por aquellas sierras. Habíamos juntado unos ahorrillos y compré un carro viejo que me recompuse hasta dejarlo útil, también me compré una borrica rucia para que ayudara a la Estrella a tirar del carro. Llevaba aceite de oliva a Castilla la Vieja y me traía vino, en fin, me iba defendiendo. Así llegamos a poner mozuelos a tu madre y a sus dos hermanos, hasta que… bueno hasta que la Estrella comenzó a flaquear, ya sabes, a ir perdiendo su empuje. La vejez no perdona a nadie, ni siquiera a las mulas, ¡con lo que había sido la Estrella!
Aquel día el abuelo me hizo concebir cierta esperanza, pues salvo algunas pausas un poco largas en su relato –que yo me empeñaba en justificar achacándolas a que buscaba en su memoria detalles sobre aquellos lejanos pasajes de su vida– hablaba con absoluta coherencia, sin apenas caer en lagunas que delataran su demencia.
Al fin tuve que decidirme –continuó el abuelo contándome– la Estrella no estaba ya para trotes; se la cambié a unos marchantes de aquellos contornos por una muleta joven, hube de abonar algún dinero en el cambio, pero sabido es que en la juventud siempre estuvo la esperanza. Los marchantes me aseguraron que la Estrella estaría bien cuidada lo que le quedara de vida, pues ya estaba destinada a una familia de hortelanos de un pueblo vecino, o sea, que el trabajo en la huerta sería llevadero y disfrutaría de comer todos los forrajes que le apetecieran. Tu abuela, mi Portuguesa del alma, se pasó dos semanas sin asomar por la cuadra ni por el corral ¡qué cuesta arriba se le hacía no ver a la Estrella en casa!
Un hombre comete errores y tiene aciertos a lo largo de su vida y para mí, deshacerme de la Estrella, fue el peor paso que di en toda mi historia de carretero –continuó el abuelo con gesto apesadumbrado– lo vi claro apenas dos meses después. En las inmediaciones de una aldea, en el camino hondo de la vega, mi compadre Ignacio y yo tuvimos que parar nuestros carros porque un poco más adelante se había juntado un grupo de hortelanos: algún atasco, pensamos, en aquellos caminos enfangados esto era harto frecuente.
Cuando llegamos al grupo de hortelanos, vimos a una bestia caída, atascada en el fango y bajo tres enormes haces de forraje que apenas dejaban ver la cabeza del animal. Dos de los hombres que formaban el grupo, parecían muy enfadados y entre reniegos y, algún que otro palo que propinaban a la pobre bestia, trataban a la desesperada que el exhausto animal se pusiera en pie, aunque todo resultaba inútil, la mula había llegado a tal extremo de abatimiento e insensibilidad, que no reaccionaba ni siquiera al dolor del castigo.
¡Esa no es forma de tratar a un animal que está agotado!
Uno de los hombres se volvió hacia mí dispuesto a responderme airadamente, cuando de entre el forraje y el barro emergió una especie de lamento, ese gemeco áspero, entre relincho y rebuzno que suelen emitir las acémilas. ¡Era la Estrella, mi Estrella, había reconocido mi voz! Uno de los dueños de la mula se dirigió a mí con gesto algo más sosegado:
-La compramos hace como dos meses a unos marchantes. Nos han engañado. Es tan vieja, que la pobre no puede ni con su propio rabo.
No me costó mucho llegar a un acuerdo con los hortelanos. Me la vendieron por muy poco dinero, conscientes, sin duda, del escaso provecho que en el futuro podrían sacar de aquel saco de huesos y pellejo.
El abuelo se sonreía al llegar a este punto.
Cuando saqué mi navaja cabritera de entre la faja, los dos hombres retrocedieron espantados, hasta percatarse de que sólo pretendía cortar las sogas que amarraban los haces de forraje a los escuálidos lomos de mi Estrella. Aquella noche llegué a casa y tu abuela me vio asomar con la mula atada del ronzal a la zaga del carro, reía y lloraba como una chiquilla, se me abrazó al cuello y por poco me estrangula, ella, que siempre fue tan recatada, tan discreta.
La Estrella murió dos años y medio más tarde. Tuvo una vejez sosegada; salía al cercado a comer y a solazarse y llamaba a la abuela con uno de aquellos relinchos raros para que acudiera a darle un mendrugo de pan, los desperdicios de la verdura, o simplemente le hablara al tiempo que le rascaba la estrella blanca de la frente.
Esta misma historia me la había contado el abuelo otras muchas veces, pero nunca con tanto sentimiento ni tan enriquecida en detalles; me da por pensar que su subconsciente, o lo que quiera que sea, le advertía que a su mente le quedaban ya muy pocos ramalazos de lucidez para hilvanar sus historias. Si es así acertó, porque fue lo último coherente que he oído de sus labios, supuso la despedida definitiva antes de sumergirse en los terrenos pantanosos de su demencia. Desde entonces hecho en falta sus historias de sierra y contrabando, sus amores impregnados de un delicado romanticismo que me hicieron concebir la vida y, sobre todo el amor, como algo bello y digno de ser vivido ¡qué ingenua fui! A veces pienso (aún reconociendo que es injusto pensarlo) que el abuelo en su bondad, pecó de pintarme la vida de un color que ahora descubro desolada que no tiene.
Digo esto porque hace unos meses comencé a salir con un chico algo mayor que yo, más que por sentirme verdaderamente atraída por él, porque todas mis amigas se lo disputaban, él se decidió por mí, me sentí alagada y acepté. Es bien parecido, se desenvuelve muy bien en los círculos que solemos frecuentar los jóvenes, pero su conversación cuando nos quedamos solos no pasa de una verborrea repetitiva e insulsa que siempre termina cansándome. Yo esperaba algo, al menos, de la ternura y poesía que se desprendía de aquellos amores que me contaba el abuelo y me he encontrado, de manos a boca, con una realidad tan fría como el agua de un aljibe.
El desenlace de este amorío, si es que así merece llamarse, tuvo lugar la semana pasada. El chico en cuestión aprovechó la primera ocasión en que nos encontramos solos para tratar de forzarme a hacer cosas que a mí no me apetecían: ¡Quiero poseerte, necesito poseerte! Me decía con tanto apremio que me asustó. Hasta ahí llegaba su ternura, el romanticismo que yo esperaba del amor, acababa de despachurrarse como una fruta madura a la que le echan el pie encima. A duras penas pude librarme del energúmeno a mordiscos y arañazos ¡Dios bendito, yo no quiero ser posesión de nadie! Salí ilesa del trance, físicamente, quiero decir, pero mi mente no podrá desechar jamás el amargor de esos recuerdos. Comparo esta triste experiencia con ciertos pasajes de los amores que me contaba el abuelo y el contraste resulta brutal.
El abuelo siempre habló a la abuela en la lengua de ella, o sea: en portugués, mientras que la abuela siempre se dirigió a él en castellano. Este gesto ya es suficiente muestra del gran respeto que se profesaban mutuamente. En ellos el amor no significaba poseer, sino darse.
Él ahora sigue ahí, como hechizado mirando el cuadro en el que cree ver, y posiblemente vea, a su mula, la Estrella y a través de ella a sus sierras de contrabando y a su querida Portuguesa. Las ventanas por las que le entraba luz a su memoria se han ido cerrado una a una hasta quedarle sólo ese angosto ventanuco por el que apenas acierta a vislumbrar retazos de su pasado. En sus ojos opacos puedo ver asomar el patetismo de sentirse perdido. Yo también lo estoy, abuelo. ¡Tú has perdido el hilo de la vida, cuando yo todavía no he llegado a encontrarlo!
Esos chispazos de lucidez que hasta no ha mucho me hacían concebir algún asomo de esperanza, se van espaciando más entre sí. Cada día que pasa, el abuelo se hunde un poco más en la ciénaga de sus incertidumbres. Hasta aquí, se valía por sí mismo para realizar todas las funciones de su aseo personal, contando, claro está, con las limitaciones impuestas por sus dolencias de huesos, por esa falta de elasticidad propia de la edad, lo que le obligaba a hacerse sus cosas con cierta calma. El problema que se presenta ahora es su falta de coordinación en las más de las funciones que normalmente realizamos diariamente de forma rutinaria, casi inconsciente: días atrás lo sorprendí buscando sus gafas de leer en el frigorífico, sin darse cuenta que las llevaba, como siempre, colgadas al cuello con su correspondiente cordón. Cuando se lo dije, entre risas y bromas, lejos de alegrarse, me puso una cara de desaliento que me congeló la sonrisa en la boca. A partir de ahí no le he vuelto a ver un libro en las manos. En principio pensé que se debía al enfado causado por lo de las gafas y la nevera, pero cuando se lo dije, con el fin de pedirle perdón, comprobé desolada que no recordaba absolutamente nada de lo que le estaba diciendo.
Después de aquello, he intentado en varias ocasiones darle alguno de aquellos libros que en otros tiempos le habían emocionado, y habíamos comentado juntos, pero ante mi insistencia, su respuesta era quedárseme mirando con sus ojos vacíos, como páginas en blanco en las que jamás se hubiese escrito nada. Me costaba creerlo, él, desde que yo recuerdo, había sido un amante de la lectura, especialmente de la poesía. Recuerdo que en varias ocasiones llegó incluso a hilvanar algunos poemas, le he preguntado dónde los guarda y él se esfuerza por seguirme la corriente, pero, lo cierto es que no lo recuerda. Ni siquiera sabe que los ha escrito.
Buscando en su dormitorio he hallado el bloc y me sorprende encontrarlo casi completo, no sólo de poesías, sino también por algunos relatos cortos en los que no cuenta pasajes de su niñez o juventud, como sería de esperar, sino inspirados en la más reciente actualidad y con temas que no tienen mucho que ver con nada que a él o a nuestra familia concierna, o sea: son pura fantasía. Mi empeño no ha sido en vano. Inmediatamente me he ido a donde el abuelo acostumbra sentarse, junto a la ventana que da al parque de Los Tilos, donde pasa las horas mirando el paisaje del otro lado del cristal, o, tal vez el que le deja ver la opacidad de su mente.
Al sentarme frente a él aparta sus ojos del cristal y me mira expectante, como si esperase de mí una explicación que diera algún sentido a sus enmarañadas cavilaciones. Le muestro el bloc abierto por cualquier parte y espero su reacción con cierto temor, recordando lo ocurrido cuando las gafas y la nevera.
-¿Quieres que hablemos sobre esto, abuelo?
-Bueno. –Me responde con una mansedumbre que raya la indiferencia.
Giro mi silla hasta colocarme a su lado y comienzo a pasar páginas muy despacio, en tanto que estudio su rostro en espera de que esos párrafos, escritos por él, sabe Dios cuando, despierten en sus facciones alguna reacción que lo rescaten de la maldita indiferencia.
Y ya comienzo a perder toda esperanza, cuando creo ver que su boca se comienza a distender en una leve mueca que, a falta de algo mejor, tal vez podría llamarse sonrisa. Esto me alumbra que voy por el buen camino y me anima a leer, con voz entrecortada por la emoción, lo primero que me viene a los ojos del bloc que tengo abierto en las manos. Son unos versos, un poema muy cortito, pero entre mi nerviosismo, y la letra manuscrita del abuelo que no me resulta nada fácil de descifrar, termino haciéndome un lío. Siento que la mano del abuelo me acaricia el pelo y veo que la mueca inicial de su boca ha florecido, al fin, en una tibia sonrisa. Sus ojos tienen, casi, la luminosidad de antaño y su voz comienza a recitar con la entonación más tierna que había oído jamás de sus labios:
Tu piel es hierbabuena, sal y pimienta.
Y tu boca canela, limón y menta.
¡No puedo dar crédito a lo que estoy viendo y oyendo! El abuelo ha recuperado el hilo de la realidad. Logrando apenas contener la emoción que me embarga, le pregunto:
-¿Hace mucho que escribiste estos versos, abuelo?
Él titubea unos instantes, tengo la impresión de que mi pregunta le ha desconcertado.
-¡Cómo es posible que no lo recuerdes! –Me reprocha asombrado–. Fue cuando te quedaste embarazada de nuestra primera hija, Camila.
¡Cielo Santo, ahora me está confundiendo con la abuela!
-Nos fuimos dos días a la feria de Trujillo –recalca el abuelo–. ¿No lo recuerdas? Estabas guapísima. Los hombres te miraban con deseo mal disimulado y las mujeres con admiración y envidia. Yo, lejos de sentirme ofendido, o celoso, notaba que el pecho me reventaba de orgullo, consideraba que aquello era un tributo que todos estábamos obligados a rendir a la belleza. A tu belleza.
Esto me sume en un mar de dudas. ¿¡Qué hago ahora!? ¿Qué le digo? Sé que si intento sacarlo de su error corro el riesgo de sumirle más en el laberinto de sus dudas, de su extravío y, ¿si le sigo la corriente…?
Él torna a sumirse en la contemplación de los tejados del otro lado de la calle, lo que me da un respiro para meditar qué actitud debo tomar ante el nuevo rumbo que la cosa ha tomado.
-Las cigüeñas tardan mucho en volver este año. A pesar de que San Blas ya pasó.
-A estas tierras no vienen cigüeñas, abuelo. Además, no estamos en primavera, sino en otoño.
-Ya, pero no se te ocurra comprar nada en la frutería que hay en el mercado de abastos, la que hay tal como entras a la izquierda, porque te meten unas clavadas de mil demonios. A mí me cobraron los tomates a precio de jamón serrano, de… jamón serrano.
Todo ha sido una ilusión. El cerebro del abuelo salta de un asunto a otro sin que exista la más mínima coordinación entre ellos. Viene a ser como una cámara manejada por un chimpancé, que filma imágenes a boleo, sin orden ni concierto. Yo trato de acoplarme lo mejor que puedo a este desbarajuste sin tratar de corregirlo, o haciéndolo de la forma más suave posible, lo de las gafas en el frigorífico me sirvió de lección. Ayer apareció con las zapatillas cambiadas de pié y los botones de la camisa abrochados donde no correspondía, en vez de decirle que se las había vestido y calzado mal, lo enfoqué de esta forma:
-Abuelo, esa camisa y las zapatillas que te has puesto, no son tan cómodas como las que llevabas antes, ¿verdad?
Él se mira las zapatillas y la pechera de la camisa una y otra vez y al fin me responde:
-Si es que hoy lo hacen todo a patadas, no hay gusto por hacer las cosas.
-Vamos a probar a ver si esto tiene apaño –le propongo–. Desabróchate la camisa.
Él hace lo que le digo con movimientos torpes, titubeantes.
-Y ahora abróchatela así –le digo, sujetando los dos picos de abajo.
Cuando al fin logra acoplar la hilera de botones, le digo que se descalce las zapatillas y se las cambio de pié.
-¿Ves como ahora estás más cómodo?
-Si, pero las cigüeñas siempre han vuelto a sus viejos nidos, por San Blas…
-Depende del tiempo que haga, abuelo. Este año la primavera viene muy atrasada, hace todavía tiempo de invierno y a las cigüeñas no les gusta el frío.
-Si –responde el abuelo con gesto resignado–, eso debe ser.
He comprobado que ciñéndome a las reacciones extemporáneas del abuelo, él se siente más seguro, como menos perdido. Cada vez estoy más convencida de que uno de sus más implacables enemigos es el miedo a sentirse perdido, no saber si lo que hace es o no correcto y, compruebo, no sin cierta aprensión, que cada vez me estoy metiendo más en su mundo de desvaríos. Según en qué ocasiones, se dirige a mí como a su nieta, lo que en realidad soy, o como a la abuela cuando era joven, su querida Portuguesa. He llegado a un punto en el que el mundo laberíntico del abuelo me llena de zozobras, pero, incomprensiblemente, me atrae como un imán a un pedazo de metal.
A través de la demencia del abuelo, compruebo que empiezo a conocerme a mí misma. Creo que en esta etapa de mi vida, estoy madurando de forma acelerada. Me baso en esta afirmación en la forma desastrosa en que están llevando el asunto mis padres, sobre todo mi madre, que desde que se declaró la enfermedad del abuelo, continuamente está visitando al psicólogo, en tanto que papá se toma las cosas de forma más sosegada, esto es: refugiándose en el fútbol, que es su gran pasión, y en limpiar y cuidar a su coche, al que mantiene reluciente como un espejo, el tiempo que su trabajo le deja libre, claro. Al abuelo lo trata con gran consideración y respeto, siempre lo ha hecho así, pero no se implica demasiado en el asunto, quiero decir que, cuando el abuelo se dirige a él con alguna de sus absurdas preguntas, papá se encuentra en un serio aprieto y, al no saber qué responderle, opta por la solución más fácil: se desentiende de él, dejando al pobre viejo angustiado, en una situación de absoluto desamparo. Si a mí me coge cerca, me encargo de salvar la situación, acudo a contestar las preguntas que atormentan al abuelo, las más de las veces, con respuestas tan desquiciadas como sus mismas preguntas, pero me da muy buenos resultados. Cada vez estoy más convencida de que no hay mejor táctica que meterme en su mundo de delirios, para que él se sienta más seguro, menos solo, creo haber dicho ya que lo que más le angustia es sentirse perdido. En algunas ocasiones me ha preguntado si han logrado salvar la vida a su amigo Rafael, al que él había dejado en la puerta de un hospital muy mal herido y le respondo que sí, que ya están a punto de darle de alta.
-Menos mal –me contesta aliviado–. Yo tuve que huir, ya sabes, por lo del contrabando, pero… no me explico como las cigüeñas no han asomado por aquí todavía. Al Pobre Rafael no le he vuelto a ver, no… le he vuelto a ver. Ya pasó San Blas. No sé por que las cigüeñas…
Yo logro tranquilizarle asegurándole que he visto ya una pareja de cigüeñas en las torres de alguna iglesia de la ciudad y esto le tranquiliza, aunque no por mucho tiempo, al instante su rostro se entristece y la angustia vuelve a asomarse a sus ojos.
-Rafael puede que esté sufriendo, allí solo, en el cuarto triste del hospital, no tiene a nadie, sólo a mí.
-No, abuelo. He estado yo hablando con él y…
-¿Cuándo?
-La semana pasada. Me dijo que te diera recuerdos y que estuvieras tranquilo, ya le han dado de alta en el hospital. Sus heridas no eran tan graves como aparentaban. Me dijo que cualquier día se acercaría por aquí para saludarte y charlaríais un rato.
-No sabes el peso que me quitas de encima, Isabel.
Ahora piensa que yo soy la abuela, me coge las manos entre las suyas trémulas y acaba diciendo.
-Querida Portuguesa. Qué sería de mí sin ti.
Hay veces que esa tranquilidad que yo le proporciono le dura un día, unas horas o sólo un minuto, pero en cualquier caso, siempre vale la pena sacarlo de las tinieblas de sus miedos, de esas zozobras que lo atormentan cuando sus delirios lo llevan a creer que está faltando a un deber al no acudir a evitar una tremenda tragedia. En otras ocasiones, su mente le traslada a las sierras de su juventud, en las que se ha visto obligado a desviarse de su ruta, huyendo de la guardia civil de frontera, pasan las horas y la amanecida se le viene encima, con lo que se verá obligado a permanecer oculto en algún barranco hasta la noche siguiente, angustiado sabiendo que la Portuguesa estará en casa con los hijos, con el alma en la boca temiendo que los guardias lo hayan detenido, o lo que es peor: que lo hayan tiroteado y esté herido, o muerto. Yo, guiándome por sus balbuceos, o sus frases inconexas, pronto cojo el hilo de la historia que le atormenta, entro en ella de rondón y asumo mi papel de la Portuguesa; junto mi mejilla a la suya y le digo casi en un susurro:
-Tranquilo, estás aquí en casa, conmigo. Lo que ocurre es que te has quedado un poco traspuesto y has tenido una pesadilla.
-Entonces –pasea sus ojos desorientados por la habitación, luego me contempla fijamente, acaricia mi rostro con las yemas de sus dedos trémulos, como para asegurarse de que lo que digo es cierto y termina sentenciando–: tengo que dejar el contrabando. Esto no es vida para un hombre casado y, con hijos y… con hijos.
Contrariamente a lo que cabría esperar, voy escapando bastante bien en lo que se refiere a mis estudios. De seguir así, espero superar el curso, sino con notas altas, (nunca lo he hecho) sí al menos con cierta holgura. Paradójicamente, el tiempo que dedico al cuidado del abuelo lo aprovecho para estudiar y llevar al día mis ejercicios. El pobre viejo tampoco precisa de muchos cuidados, al menos de momento: con salir al paso en sus trances de angustia con respuestas acorde con los temas que le vienen a la mente, metiéndome en su mundo, como ya he dicho, y aplicando las respuestas adecuadas en cada situación, es suficiente terapia para hacerle más llevadero su desamparo y, son muchas las horas que transcurren en las que sólo mi presencia basta para que se sienta acompañado y tranquilo. Mis padres comienzan a mirarme con cierto recelo, sobre todo cuando me ven inmersa en ese mundo intrincado y laberíntico del abuelo, que datan de hace medio siglo y se componen de personajes que, de querer conocerlos, habría que buscar en los cementerios más desconocidos y remotos.
Mamá, de tendencias más dadas a la histeria que al razonamiento sosegado, ha llegado incluso a preocuparse hasta el extremo de temer por mi salud mental y le ha explicado mi comportamiento, en lo que se refiere a mi relación con el abuelo, al psicólogo que la trata a ella, proponiéndome que la acompañe en alguna de sus visitas para que este señor y yo tengamos un cambio de impresiones, propuesta que he rechazado de plano, creo, sinceramente, que el hecho de acudir a la consulta de este señor, ya supone aceptar que no ando muy bien de la “olla” y, yo me veo perfectamente equilibrada, lo avalan los razonables resultados en mis estudios y mi comportamiento con las gentes de mi entorno, entre otras muchas cosas que no creo necesario enumerar aquí. ¿Qué mis “anormalidades” estriban en la facultad de acompañar al abuelo en sus delirios, con el fin de que no ande angustiado y solo por ese mundo tenebroso? Pues bendita anormalidad la mía, si esta actitud por mi parte hace que su calvario resulte más llevadero. Si, ya sé que el que yo me sienta normal no quiere decir que en realidad lo esté, puesto que todos los locos se creen cuerdos y piensan que los locos son los demás, pero lo cierto es que yo me siento bien así, haciendo lo que hago y viviendo como vivo.
Soslayo, en la medida que puedo, enfrentarme a mamá, porque ella sí necesita apoyo psicológico. Anda siempre con los nervios de punta, cuando oye al abuelo decir angustiado que se ha perdido y no sabe volver a su casa, o que una de sus niñas ha caído al río, está a punto de ahogarse y el no llega a tiempo de salvarla, o cuando se pone a gritar que no sabe donde está ni quién es y rompe a llorar con el desamparo de un niño, mamá se pone para que le dé algo, sobre todo si no estoy yo cerca para apaciguar al abuelo, aplicando la medicina que mejor resultado da. La única: seguirle la corriente y convencerle de que no se encuentra solo. Yo, su Portuguesa, o su querida nieta, según el caso, está con él para tranquilizarle, para hacerle ver que el peligro ya ha pasado, o que sólo se trataba de un mal sueño.
Y de esta forma va transcurriendo mi vida, nuestra vida. Una táctica que me sigue dando buenos resultados, es continuar saliendo a pasear con el abuelo los días que el tiempo lo permite, solemos ir al parque a desmigar pan para los gorriones, a él le entretiene mucho ver cómo los animalitos, una vez perdida su timidez, acuden a buscar las miguillas hasta sus mismos pies. Siempre acabamos recalando en el escaparate del cuadro que representa el carro con la reata de mulas. El abuelo lo mira embelesado, como si ejerciera sobre él una especie de hechizo, pero ya no dice nada, ni una alusión, ni el más leve comentario, cuando le pregunto qué ve en la estampa, como hasta no ha mucho el lo llamaba, me mira con ojos interrogantes, como dando por supuesto que tendría que ser yo quien diera explicaciones del cuadro y su significado. Esta actitud me desconcierta, con lo que, al menos por unos instantes, ambos nos perdemos en el mismo laberinto.
Uno de los pocos asideros que me van quedando para mantener el hilo que me une a la frágil coherencia del abuelo, son sus manuscritos. En algunos de esos relatos encuentro pasajes muy bien construidos, metáforas muy oportunas e historietas sumamente interesantes, algunas de ellas muy de nuestro tiempo, otras no tanto, pero a todas las que se inspiran en temas amorosos las une un denominador común: esa mezcla de pasión y zozobra, una amalgama de sentimientos en los que se entrecruzan la generosidad y el más crudo egoísmo, aunque en los relatos del abuelo siempre termina triunfando el Amor, con mayúsculas. Comprendo, ahora, que las historias que me había venido contando de viva voz, iban dirigidas a una niña, impregnadas de candidez y ternura, pero desnudas de la cizaña que lleva aparejada toda relación humana, amorosa o no. Por eso, los manuscritos que ahora voy desgranando, me descubren un mundo más real y me están ayudando a aceptar la vida como es: con sus agridulces, con sus claroscuros. Todo esto me está abriendo los ojos a una realidad en la que es preciso poner lo malo en el platillo de una balanza y lo bueno en su gemelo, para comprobar cómo, en los más de los casos, el platillo de lo bueno siempre gana en peso. Para concluir, en los manuscritos del abuelo he encontrado un asidero que sigue suponiendo para mí una valiosa guía en este delicado trance que va de la niñez a la adolescencia.
Me siento junto a él, cerca de la ventana y me pongo a leer en voz baja. Voy subiendo el tono hasta que creo haber captado su atención. Sé, entonces, que volverá su mirada hacia mí, como si lo que oye de mis labios le resultara familiar. Se me quedará mirando con ojos adormecidos por sabe Dios qué sentimientos no borrados del todo, que le resultan gratos, de eso no me cabe duda, lo avala esa tenue sonrisa cómplice que comienza a endulzar su rostro como un bálsamo de paz. Continúo leyendo, al tiempo que observo de reojo su rostro dividido por infinidad de surcos y, parte de mi mente, vuela a las sierras fronterizas del abuelo, a sus noches de amor y contrabando, y hasta me parece oler la resina de los pinos y el delicado aroma de las jaras y los romeros, y oír las esquilas de viejas trashumancias y el profundo ladrido de los mastines, en tanto que unas nubes cárdenas acompañan al sol hacia su ocaso, sabiendo que ese sol, lleva aparejada la promesa del nacimiento de otro nuevo.
FIN
lunes, 26 de septiembre de 2011
La villa de entonces
sábado, 20 de agosto de 2011
Fin de un trayecto
El cierzo, de andar callado y sigiloso, es tan fino esta noche que cala hasta los adoquines, aunque al viejo que permanece sentado en uno de los dos bancos, bajo el rectángulo de chapas metálicas que cubre parte de la pequeña estación (más bien simple apeadero) no parece importarle demasiado. La mortecina luz de una de las tres farolas que penden de la techumbre cae sobre su cabeza, iluminando, a medias, su rostro de hirsutas mejillas y nariz ligeramente aguileña. Los ojos apenas llegan a reflejar el brillo de la noche, sombreados por el ala estrecha de un sombrero de buen paño, que parece sacado del mismo género del abrigo con el que va vestido.
Cuando sale de su garita el empleado de la estación, uniformado de azul marino y con un gran farol de pilas en la mano, el viejo no cambia su expresión hierática ni aparta su mirada vacía de la lejanía que le brindan los raíles relucientes de escarcha. El empleado cruza ante él con paso rápido y le dirige una fugaz mirada antes de atravesar las dobles vías y pasar al otro lado, donde alumbrado por su farol, revisa vagón por vagón el tren de mercancías que reposa en una vía apartada. Cuando sale del radio que iluminan las tres farolas del cubierto, el que él lleva en la mano parece caminar solo por la negrura de la noche, hasta perderse al fin detrás del último vagón.
El viejo parece haber salido de su abstracción y enciende un cigarrillo. Sabe que eso acelerará su fin, pero ha llegado a una conclusión inapelable. He gastado mi vida inútilmente y, cuanto más se alargue el final más larga será mi lista de errores. Marta ya se lo ha dicho al final de la larga conversación –de casi tres horas– que ha mantenido con ella: ¿En qué has gastado tu vida, Rodri, pobre diablo?
Porque Marta nunca se anduvo con chiquitas a la hora de soltar lo que piensa; ahora, que es ya una vieja acartonada, todavía le canta las cuarenta hasta al lucero del alba, si llega el caso, pero eso si: ha sido siempre y sigue siendo, la única persona en todo el pueblo en quien se puede confiar ciegamente, con absoluta confianza; por cada poro de su piel respira una honestidad que nace de su exacerbado sentido de la justicia.
Los razonamientos de Marta y sus consejos son sentencias que han entrado como dardos en la conciencia de Rodrigo de forma despiadada, pero como siempre, reconoce –aunque muy a su pesar– que le ha señalado el camino a seguir. El más acertado, el único, quizás. Rodri tú ya no eres de estas tierras. Tus funerales se celebraron hace más de cincuenta años y los resucitados ya no pueden encajar nunca en el hueco que dejaron.
El empleado de la estación vuelve ya de hacer su ronda. Rodrigo Herrera Ayala llega a la conclusión de que la historia vana de su vida podría caber en la estrechez de los dos tramos de raíles que tiene ante los ojos, con la diferencia de que estas vías que la oscuridad se come unos metros más adelante, tienen un destino, un amanecer más allá de la noche, o muchos destinos en los que siempre habrá alguien esperando. A él no hay nadie esperándolo en ninguna parte. Su destino empieza y acaba en sí mismo; en la tortura a que lo viene sometiendo su conciencia desde hace más de medio siglo.
-Todavía faltan casi dos horas hasta que llegue el expreso para Barcelona.
Es el hombre del farol, que después de haber pasado ante Rodrigo, ha retrocedido unos pasos hasta encararse con él; el viejo alza los ojos hasta encararlos con el empleado con gesto desorientado, como si le hubieran arrancado de un profundo sueño. El empleado insiste:
-Decía que está cayendo un sereno que se congelan los sesos y faltan casi dos horas para que pase su tren… Si quiere puede venir conmigo a la garita y tomamos un café calentito.
Rodrigo parece salir de sus cavilaciones. Sonríe y asiente con repetidos movimientos de cabeza.
-Si, gracias, muchas gracias.
Se pone en pié con ciertas dificultades que se manifiestan en los doloridos gestos de su rostro, y para cuando intenta coger la maleta de piel marrón que tiene junto a las piernas, el joven ya la lleva en la mano.
-Deje deje, yo la llevaré.
La garita tiene unos cuatro metros de ancha por tres escasos de fondo. La ocupan casi por completo dos sillas de madera con apoyabrazos, una mesa rectangular junto a la ventana y una estufa de leña, redonda y panzuda, en la que se pueden apreciar vestigios de que un día fue pintada de purpurina plateada.
-Siéntese ahí, abuelo, junto a la estufa, bueno –trató el joven de disculparse, un tanto azorado–, perdone que le llame abuelo, es… es una costumbre de aquí, de la tierra…
-¡No, por favor, no te disculpes! Te aseguro que me ha sorprendido y, hasta me ha emocionado que me llamen abuelo, sobre todo de la forma tan cariñosa que tú lo has hecho –el viejo sonríe abiertamente, quizás por primera vez en mucho tiempo–. Fíjate que ahora ya no me apaño a llamarte de usted, claro, cómo voy a llamar de usted a un nieto…
-Eso me alegra –dice el ferroviario con gesto jovial–. ¿Entonces, me acepta esa taza de café…?
-Pues, no quisiera causarte molestias…
-¡Qué va! Si más bien me hace un favor. ¿Usted sabe lo largas que se hacen las noches aquí, uno solo, sin más compañía que el gemido de las lechuzas que se paran en el tejado? Dentro de media hora pasará el rápido y ya, hasta las trece quince que llega el expreso y para cinco minutos, no tengo nada que hacer en toda la noche. Si me doy una vuelta por el mercancías que está en vía muerta, es más por no dormirme que por necesidad de revisar los vagones.
-Gracias –dice Rodrigo al coger la taza humeante que le ofrece el joven.
El primer sorbo pone ante los ojos del viejo las vigas del techo: maderos torcidos, encalados infinidad de veces, con un amarillo como de orín, debido al humo de la estufa. Le recuerdan los del techo del cuarto trastero del ayuntamiento, habilitado para cárcel en aquella época maldita que ha llevado cosida al alma toda su vida. Allí, en aquel cuartucho inmundo, estuvo encerrado dieciséis días Víctor, el hijo de don Raúl el boticario, hasta que…
-Este café es del bueno, ¿sabe usted? Me lo prepara mi madre en casa todos los días en una cafetera como esas de los bares, solo que pequeñita, usted ya me entiende.
El joven continúa hablando de cosas intrascendentes hasta que se oye, muy lejano, el silbido del rápido. Entonces se pone de pié, se echa el grueso chaquetón sobre los hombros y dice, al tiempo que coge el farol:
-Voy a dar luz verde a “la barrendera”.
Suena un segundo silbido cercano, inminente, acompañado de un bramido tempestuoso que hace estremecer la frágil garita como si de pronto hubiera caído sobre ella la furia de un huracán. Luego el tropel se va alejando con la misma vertiginosidad con que había aparecido y el silencio se hace más patente, ominoso. El viejo respira aliviado cuando se abre la puerta y aparece el ferroviario sacudiéndose el aguanieve de la gorra y el chaquetón.
-¡Dios, qué noche más perra! – Y ya acomodado junto a la estufa añade–: le llamo la barrendera, al rápido, digo; porque cuando pasa arrambla con todo lo que pilla: papeles, hojas de los árboles… no hace mucho se llevó a un perro y gatos… ni le cuento.
Dicho esto, se sirve otra taza de café y ofrece una a Rodrigo, que rechaza cortésmente con un gesto.
-Cuando llegan estas horas, tengo que ayudarme con el café, me entra un sueño que me caigo –agrega el joven al tiempo que se desprende de la tosca pelliza.
-Podrías echar una cabezadita –dice el viejo– yo me ocuparé de llamarte si suena el teléfono o surge alguna cosa.
-¡No! –Niega el empleado con gesto alarmado–, me jugaría el puesto. Además, esta noche no tengo sueño, me siento bien acompañado. Por cierto, usted no parece ser de estas tierras…
-No –responde el viejo tras una breve pausa, como meditando cuidadosamente su respuesta–. Ni de estas, ni de ningunas.
El joven se pone a hablar nuevamente de cosas banales. Se ha dado cuenta de que su acompañante no parece dispuesto a revelar nada tocante a su identidad y termina concluyendo que sus razones tendrá. Quién sabe qué enrevesada historia llevará a cuestas este hombre de porte y modales elegantes. Y con esta interrogante bailándole en la cabeza, aprieta la tecla de un pequeño transistor y apoya la cabeza contra la pared, dejando que la música endulce sus sentidos, mientras que en la memoria de Rodrigo comienza a revivirse la ácida conversación mantenida con Marta horas antes.
“Si de verdad erais republicanos, como decíais ser –había dicho Marta–, tendríais que haber estado en las trincheras, pegando tiros, que es como dicen que se ganan las guerras, en vez de quedaros aquí, al abrigo del pueblo, hechos unos huevazos, bebiendo vino y requisando ¿no lo llamabais así? Todo lo que os daba la gana para “la causa” ¡menuda causa! Y acechando a ver si este o aquel no compartía vuestras ideas para ir a amargarle la vida. O a quitársela.
“No, Marta no, yo nunca anduve emborrachándome ni molestando a nadie y tú bien lo sabes. A mí no me incluyas en el lote de aquella partida de desalmados, porque yo nunca extorsioné a nadie, me limité a seguir cumpliendo mis funciones como alcalde, que para eso me habían elegido con toda legitimidad.
“Tú estabas en plena juventud. Tus funciones podía haberlas cubierto alguien de edad avanzada, alguno de aquellos viejos que se llevaban al frente, los que llamaban de la quinta del saco.
Marta había suspirado profundamente, al tiempo que cruzaba sobre su pecho los picos de la toquilla de lana negra que cubría sus hombros.
“Y a mi pobre hermano, que sólo hacía doce días que había cumplido los diecisiete años. Al mes justo de llevárselo recibimos la noticia de que había muerto.
“La edad de tu hermano y otros como él, no era la adecuada para desempeñar las funciones de un alcalde, Marta, aunque fuera en un pueblo tan pequeño como éste, tú lo sabes.
“¿Y tú sí eras la persona adecuada? Pues que mal lo demostraste, dejando a los energúmenos hacer aquella infamia con Víctor, el muchacho que había encerrado en el calabozo del ayuntamiento. ¡Qué podía haber hecho el pobre hombre si jamás se había metido en política! ¿Acaso que su padre era hermano de un cura y se había escondido porque se le consideraba fascista?
“¡Por los clavos de Cristo, Marta! Yo no dejé hacer, como dices, me sacaron de mi casa de madrugada. Estaba asustado porque creí que iban a matarme a mí, ya me había puesto en varias ocasiones en contra de las fechorías de aquella gente. Me negué a darles la llave del calabozo y me pusieron una pistola en la sien.
“También se la pusieron al Tío Frasquito, el viejo policía municipal y no les entregó la llave, y encima les dijo que no tenían cojones para apretar el gatillo, por eso fueron a por ti, a tu casa y te obligaron a ordenar al viejo que les entregara la llave.
Siempre fue difícil discutir con Marta, sobre todo cuando ella tenía la razón de su parte y, en esta ocasión la tenía toda, o casi toda. Lo que Marta no sabía es que el viejo municipal cuando, siguiendo las órdenes de Rodrigo, a la sazón alcalde del pueblo, les dio la llave, les dijo con fiereza: ¡matadme a mí que ya soy un viejo y dejad al pobre zagal, que él tiene toda la vida por delante y no ha hecho mal a nadie!
“Fueron días malditos, Marta. Una especie de locura colectiva, como una borrachera de odio y de sangre. Yo no inventé aquella guerra, sino que la padecí como todos. La he padecido toda mi vida y me va a seguir torturando hasta la tumba. En esta zona se cometían atropellos y en la otra, que la teníamos a dos pasos, se cometían infamias mucho más gordas, en Granada, nuestra capital, se sacaban casi todas las noches camiones llenos de presos y se fusilaban en las paredes del cementerio, o en los barrancos, o en las cunetas de las carreteras, fue como una enfermedad, todo el mundo odiaba a todo el mundo.
“Odiabais, Rodri, odiabais. Y la semilla de ese odio, que todavía no he llegado a comprender, germinaba donde encontraba terreno abonado; ni mi familia ni yo odiamos jamás a nadie, si acaso, odiábamos a vuestros odios y a vuestra maldita guerra, que nos robó a mi pobre hermano cuando apenas comenzaba a vivir.
Ni cincuenta, ni cien años, serían capaces de quebrantar el carácter indómito de Marta, piensa Rodrigo al amable calorcillo de la estufa. El ferroviario, que en contra de su voluntad se había quedado un poco traspuesto, se pone en pie sobresaltado y sale a dar una vuelta, en tanto que el viejo continúa rememorando aquella penosa etapa de su vida. Recuerda a la Marta delgada y ágil de aquella época lejana y terrible; aquella que días después de la noche fatídica en la que se cometió la canallada con el pobre Víctor, se presentó en su casa y le dijo:
“Mira Rodri. Aquí tienes estos papeles y cuanto puedas necesitar para irte del pueblo todo lo lejos que puedas. Esta noche entre las doce y las doce y media, parará un tren en la estación; sube en él y cuando te deje en Barcelona, apáñatelas como puedas para llegar a la frontera con Francia. Si alguien trata de detenerte, le muestras esta carta, si es del ejército republicano y esta otra si es de los nacionales.
Cuando Rodrigo echó un vistazo a la segunda carta vio que se trataba de un salvoconducto. Leyó el nombre de don Joaquín el boticario, desaparecido del pueblo hacía casi año y medio. Hoy, en la larga conversación que han mantenido, Marta se lo ha explicado todo.
“Don Joaquín entonces, estaba convencido de que la guerra estaba a punto de terminar a favor de los nacionales y ya no le hacían falta ningunos papeles –Marta señaló hacia un gran aparador que ocupaba parte de una pared del cuarto de estar donde estaban sentados–. Ahí, en un cuchitril que hay detrás de ese mueble, estuvo veinte meses oculto. Siete meses después de irte tú, se terminó la guerra y pudo al fin salir del agujero.
El joven ferroviario vuelve de hacer su ronda y encaja la desvencijada puerta ayudándose con la rodilla. Tras dejar el farol sobre la mesa, exclama, mientras se frota las manos junto a la estufa:
-Están cayendo rayos de punta ¡menuda nochecita!
El viejo vuelve a alzar los ojos hacia los cristales de la ventana, que ahora se comienzan a cubrir de gotitas oblicuas y afiladas como saetas.
-¿De verdad no quiere que le sirva otra tacita, abuelo?
-Oh no –se apresura a negar–. Muchas gracias, pero no debo descuidar mi tensión arterial, últimamente tiende a subir.
El joven se sirve como media taza y la bebe a pequeños sorbos mirando a hurtadillas a su extraño compañero, que parece ajeno a cuanto le rodea. Decididamente es un hombre extraño, ahora da la sensación de que sonríe, por qué lejanos y extraños mundos navegarán sus cavilaciones. Y es ahora, empero, cuando lo que ocupa la mente del viejo está encerrado entre las cuatro paredes de la angosta garita.
-Has vuelto a llamarme abuelo.
-Si, es la costumbre por aquí y como antes me ha dicho que no le molestaba…
-¡No, por Dios! No sólo no me molesta, me causa una enorme satisfacción que me llames así –a Rodrigo se le comienza a enfriar la sonrisa–. Es la primera vez en mi vida que alguien me llama abuelo. Nunca me han llamado nada que no fuera Rodrigo, o señor Herrera, que es mi primer apellido. Vi por última vez al único hijo que tuve hace más de medio siglo y entonces él todavía no hablaba. Antes… creo que he sido desconsiderado contigo, cuando me has preguntado si era de estas tierras. Pues si, en este pueblo nací y me crié, aunque no te mentí al decirte que no pertenezco a ningún sitio, puesto que la mayor parte de mi vida la he pasado en Suiza, pero he de confesarte que nunca llegué a integrarme del todo en aquellas tierras, que son bellísimas, pero en las que yo me sigo sintiendo extraño.
-¡Vaya! –Exclama el joven animado por ésta aclaración–. Yo estuve a punto de emigrar a Cataluña, hace unos años, también en los ferrocarriles. Me ofrecían casi el doble de sueldo que aquí, lo que me hizo desistir fue que estaba a punto de nacer mi primer hijo y ya me dio un poco de miedo irme tan lejos, ya sabe: el parto y todo eso… este empleo, aunque no es gran cosa, nos da para ir tirando.
-Nunca te arrepentirás de haber tomado esa decisión: la mujer, los hijos y la tierra donde uno ha nacido, son las pocas razones por las que vale la pena luchar, vivir y hasta morir, si fuera preciso.
“El vacío de las ausencias, acaba por llenarse antes o después –había dicho Marta–. El ser humano, sobre todo si es joven, no puede rodearse de soledad, la soledad es una mala compañera.
“Lo sé Marta, lo sé, en soledades y vacíos me considero un auténtico catedrático pero mi único anhelo, lo que me ha empujado a volver por aquí después de toda una vida sin más compañía que mis remordimientos, es la necesidad de ver, aunque sea una sola vez a mi mujer y a mi hijo. A aquella mujer por la que estaba loco de amor y aquel niñito de pocos meses que tuve que dejar la madrugada de un día maldito. Marta, mírame, dime: ¿de verdad no tengo ni siquiera el mísero derecho de volver a verlos, aunque sólo sea unos minutos? ¡Ni tan sólo unos jodidos minutos!
Habían caído en un tenso silencio tras éstas desgarradoras palabras. Rodrigo vio por primera vez una duda angustiosa asomar a los ojos de Marta, negros como la misma noche. La voz de ella había perdido también su seguridad cuando dijo:
“No sé, Rodri, no sé ya lo que será peor. Pero si te empeñas en verlos, tengo el presentimiento de que lo único que lograrías sería soliviantar a una familia que, como ya te he contado, se formo en la convicción de que tú ya no existías. Tu hijo, como acabas de decir, tenía apenas unos meses cuando te fuiste. Ahora tiene él hijos con, aproximadamente la edad que tú tenías entonces y el único padre y abuelo que ambos han conocido –que por cierto, hace como año y medio que murió–, es el que se casó con la que fuera tu mujer cinco años después de tu partida, y los dos hermanos de tu hijo, nacieron del nuevo matrimonio; así es que… dime dónde encajas tú ahora.
-Ya sólo faltan tres cuartos para que llegue su tren –dice el joven ferroviario, al tiempo que destapa el termo del café–. Quedan dos medias tazas ¿quiere que lo apuremos, abuelo?
Una sonrisa ancha distiende las facciones enjutas del viejo y una llamita de, sabe Dios qué rincón olvidado de su alma, aflora por un momento a sus ojos acuosos.
-¡Sea! –Afirma alargando su taza, todavía con solaje del primer café–. Vamos a apurarlo.
¡Abuelo! Ha vuelto a llamarle abuelo. Quizás sólo por el rato que está pasando con este joven agradable y bonachón haya valido la pena hacer un viaje tan largo. Las horas que está pasando en la cochambrosa garita de este apeadero ignorado las recordará en lo que le quede de vida, que ya no puede ser mucho, esto lo tiene claro el viejo. Será ese clavo ardiendo al que se agarran los desahuciados cuando ya a muerto toda esperanza. Puede que Marta tenga razón y él no merezca mucho más.
“Y mi… Bueno, la Leonor, cómo está, Marta, ¿la ves alguna vez, hablas con ella?
“Todos los domingos y días festivos nos juntamos en misa y a la salida charlamos un ratito en la plaza, si no hace mal tiempo, claro. Pues, ella está bien aunque, hecha una vieja, como tú, como yo y como todos los de nuestra edad que aún seguimos vivos casi de milagro.
“Y mi hijo, Marta, cómo… ¿cómo es?
“Es una gran persona –había respondido Marta sin titubear–. Un hombre respetado y querido por todo el pueblo. No se parece a ti.
Rodrigo había bajado los ojos, abrumado por una mezcla de sentimientos que iban del orgullo, a la vergüenza.
“Tu franqueza raya la crueldad, Marta; hieres como un punzón de acero. Eres tan dañina como la Santa Inquisición –había sentenciado Rodri con la voz enronquecida.
“No Rodri, no es por ahí y te ruego que me perdones –se había apresurado Marta en rectificar–. No he querido decir eso, me he expresado mal. Lo que quería decir es que tu hijo no se parece demasiado a ti físicamente; es algo más bajo que tú y más recio, como más cuadrado. Tiene una hija muy guapa, con treinta y dos años y un hijo con veintisiete, éste si se parece mucho a ti: alto, ligero de carnes, hasta en la forma de hablar me recuerda a ti cuando tenías su edad, o sea, cuando te fuiste del pueblo.
La voz, ahora reflexiva del joven, lo saca de sus elucubraciones.
-Son las cuentas que yo me hago. En otros lugares se ganan mejores sueldos, según dicen, pero yo, pues tampoco vivo tan mal. El jornal que gano aquí, por hacer el turno de noche no es que sea muy grande, pero trabajo también media jornada en un molino de piensos y la Carmen, mi mujer, digo, pues también trabaja unas horas por las tardes en el restaurante que hay en la salida del pueblo, junto a la carretera, les ayuda en la cocina, ¿sabe usted? Tenemos a la niña, pero esas horas que la Carmen trabaja se la quedan mi madre y mi abuela.
-Estos pueblos no ofrecen muchas oportunidades a los jóvenes, por lo que he podido ver –afirma Rodrigo–. En cincuenta años, apenas han evolucionado, se han quedado anclados en el tiempo.
-No crea usted. Las familias que tienen buenas tierras, todavía se defienden. Los tractores y motocultores adelantan mucho el trabajo. Yo vengo pensando desde hace tiempo en poner un pequeño taller de reparar maquinaria agrícola. Aquí en el pueblo no hay ninguno y cuando surge alguna avería, tienen que venir a repararla de los pueblos vecinos. Muchas de esas averías las soluciono yo, ya llevo años haciendo ese tipo de chapuzas en mis ratos libres y…
-Ah, pero… ¿aún te quedan ratos libres después de realizar las tareas que me has contado?
-Bueno– se sonríe el joven como si se disculpara–, esto de las chapuzas para mí no es trabajar, disfruto mirando las tripas a un motor, o soldando unos aperos. Le decía, que mi sueño es abrir un pequeño taller, pero lo he intentado y cuesta un dineral.
“Desde aquellos primeros años, en los que creí enloquecer, nunca había echado tanto de menos a mi tierra como ahora, Marta, cuando veo que la muerte comienza a segar la hierba bajo mis pies. Estos últimos tiempos la añoranza me viene royendo las entrañas como un perro hambriento. Necesito estar con mi gente, éstos aires, éste cielo, los olores que respiré cuando joven que durante tanto tiempo han permanecido guardados en la memoria de mis sentidos. Si Marta, si, los sentidos de los emigrantes tienen memoria. Los viejos españoles necesitamos que nos caliente los huesos en las plazas de nuestros pueblos el sol de los últimos otoños, antes de pasar al largo, al definitivo invierno que nos aguarda. Me entristece pensar que ya ni siquiera me queda el derecho a que mi cuerpo repose en la tierra donde nací.
El joven ferroviario ha vuelto a salir y Rodrigo continúa inmerso en sus cavilaciones. Lo que hubiera dado por ver, aunque sólo hubiesen sido unos minutos, a su mujer, o a la que un día fue su mujer, a su hijo y a sus nietos, bueno, al nieto quizás no tanto, tenía un poco de reparo al pensar que tal vez le recordara a aquel joven del cuarto del ayuntamiento, aunque, aquel joven, aquella madrugada infame y los dos días que la siguieron, habían permanecido vivos en su conciencia a lo largo de todos los días y noches de su vida.
Si aquella noche él hubiera tenido el temple que adquirió años más tarde en Francia, luchando en la resistencia contra los alemanes, quizás las cosas se hubieran desarrollado de forma muy distinta, no habrían tenido un final tan absurdo. Puede que aquellos cinco canallas le hubiesen matado y después hubieran asesinado igualmente al joven, pero, aún siendo así, él, Rodrigo, no habría tenido que llevar sobre su conciencia esa terrible carga durante toda su vida. Cuando fueron a por él a su casa aquellos desalmados, ni siquiera se les ocurrió registrarlo, daban por hecho que era un hombre de carácter pacífico ¡demasiado pacífico! Pensó a partir de entonces Rodrigo. No llegaron ni a sospechar que llevaba una pequeña pistola en el bolsillo interior del chaquetón. Tendría que haberles plantado cara a los asesinos con verdadera decisión y, llegado el caso, haberse cargado a alguno de ellos, la vida de los cinco no valía lo que la de aquel pobre inocente.
Más tarde, en su lucha en Francia contra la ocupación alemana, había aprendido que matar, por contradictorio que parezca, era necesario, a veces imprescindible, para salvar vidas. Éste terrible razonamiento había llegado a comprenderlo demasiado tarde. La vida de Víctor, el hijo de don Raúl, ya estaba perdida irremisiblemente y, por muchas vidas que él, Rodrigo, hubiera salvado, en ocasiones, a costa de sacrificar otras, jamás podría quedar en paz con el mundo, ni consigo mismo, porque la voz angustiada del joven continuaba arañando su conciencia: “¡Tú no puedes dejar que me maten, Rodri, eres el alcalde! ¡Yo no quiero morir, nunca hice mal a nadie!
-Sólo faltan veinte minutos para que llegue el expreso –dice el ferroviario consultando su reloj de pulsera al tiempo que se pone en pie–. Voy a preparar en el andén dos bultos que tiene que recoger.
Rodrigo recuesta la cabeza sobre la pared y sus ojos vuelven a fijarse en las retorcidas vigas del techo, se siente muy cansado, como si acabara de correr una larga carrera, el corazón comienza a golpearle en el pecho como si no cupiera dentro de él y su respiración se acelera produciendo pitidos agudos e intermitentes. No es la primera vez que le han asaltado este tipo de crisis, ahora vendrá el frío en las piernas y brazos y esto dará paso al bienestar, a la calma casi placentera. Se oye un pitido largo, suena desde muy lejos, o así se lo parece al viejo, que lo percibe cuando el desaforado galope del corazón comienza a sosegarse, debe ser el expreso, que anuncia su llegada…
El pitido se suaviza en la mente de Rodri y queda como un remanente muy suave, que sirve de fondo a la voz del joven ferroviario llamándole abuelo, ¡Dios bendito! Eso le suena al viejo Rodrigo como música celestial, abuelo…
Cuando el joven abre la desvencijada puerta, una vaharada de aire moteado de nieve irrumpe en la angosta garita. Algunas de estas centellas heladas se posan en las mejillas impasibles de Rodrigo.
-¡Vamos que su tren ya está entrando en la estación, abue…!
Las últimas palabras se le congelan al ferroviario en la boca, al ver la mirada del viejo clavada en el techo, inmóvil.
-¡Oh! Perdona hijo, perdona. Me había quedado un poco traspuesto. Se está tan bien en este lugar…
Salen a la fría madrugada cuando el largo gusano de acero acaba de detenerse ante ellos. El joven sube delante al vagón que corresponde y cuando acomoda en su lugar la pequeña maleta de Rodrigo, se encara con él.
-Bueno abuelo; pues le deseo buen viaje y… –titubea al alargarle la mano y el viejo lo saca del apuro diciendo, al tiempo que alza los brazos:
-Si te parece bien, podemos despedirnos con un abrazo. Al fin y al cabo, he estado siendo tu abuelo casi media noche.
-¡Ah! –Exclama el viejo echándose mano al bolsillo del abrigo y entregándole un sobre cerrado– Esto es para ti. Pero no lo abras hasta que regreses a tu garita.
Cuando el convoy alcanza su velocidad de crucero, el viejo sonríe socarrón, imaginando la cara que estará poniendo el joven cuando, ya en su caseta, abra el sobre y encuentre el cheque por valor de tres millones de pesetas junto a una nota que reza: “Considéralo una ayuda para que puedas montar tu taller, puesto que, como te dije al despedirnos, eres el único ser que me ha hecho sentir la dulce sensación de sentirme abuelo en toda mi vida ¡De sentirme algo de alguien! Por eso me he permitido la libertad de adoptarte como nieto”.
Y el tren continúa abriéndose camino por entre las entrañas negras de la noche, en tanto que el viejo se pregunta con cierta docilidad, cuánto tiempo pasará hasta que vuelva el corazón a emprender su estruendoso galope, sabiendo, que en uno de esos acelerones reventará como una burbuja de jabón.
FIN