domingo, 11 de agosto de 2013

Entre col y col, una lechuga


Ante el último atraco perpetrado en el polígono industrial, a la edil responsable de la cosa, Gloria Llinares, no se le ocurre mejor solución que instar a los empresarios a que contraten más seguridad privada; sólo le ha faltado añadir, aprovechando este ramalazo de inspiración, que las pocas empresas que continúan luchando por mantenerse en pie, continúen pagando sus impuestos y no molesten al Excelentísimo, que harto tiene, sobre todo el partido que detenta el poder, o sea: el PP, con salir al paso de la apabullante cantidad de denuncias por mala administración, gastos injustificados y presuntos casos de corrupción que gravitan sobre sus cabezas.
Esta actitud de clara desidia y desgobierno en nuestro pueblo, es el espejo fiel de lo que está ocurriendo en nuestra comunidad y en nuestro país. Estamos llegando, creo que hemos llegado ya, al extremo de que no hay actividad medianamente decente que funcione en esta malhadada piel de toro, convertida por obra y gracia de una caterva de politicastros indecentes en un pellejo manido. No se debe generalizar, pero los políticos honestos de nuestro país, que los hay, no son bastantes, o no tienen el poder suficiente para poner coto a tanto desmadre. Tenemos en España más reporteros extranjeros que durante los tres años de la ya lejana Guerra Civil. Los principales periódicos de medio mundo abren sus portadas con titulares referentes a la descomposición sistemática de nuestro modelo de vida, las malas artes ejercidas por unos gobernantes que terminarán por dar al traste con un sistema democrático que debería ser, sino el mejor, sí al menos el menos malo.
Las voces de la calle claman cada vez más por un urgente aseo en la política, una humanización en lo social y más, bastante más estímulo y respeto por el trabajo, que al fin es la fuente de todo bien. Por eso, y tornando a lo más cercano, que es nuestro pueblo, que antaño nos dio trabajo y pan a tantas familias, resulta incomprensible que a ese puñado de empresas (más bien pequeñas en su mayoría, ya que si había alguna grande ha emigrado a climas más propicios) esas pequeñas y medianas empresas, digo, que se baten el cobre por mantenerse a flote contra viento y marea, se les niegue el pan y la sal, o sea: la protección que precisan y, al menos el suficiente alumbrado en sus calles para que los ladrones, los de mano armada y pasamontañas, quiero decir, no actúen con absoluta impunidad. Sería lo menos que debiera hacerse por parte de nuestro ayuntamiento, Comunidad Autonóma o quienes corresponda.

domingo, 21 de julio de 2013

El piojo verde


Unas tierras cicateras en sus cosechas e insaciables en su demanda de esfuerzo, obraban el milagro de no dejarnos morir de hambre, aunque era un sinvivir continuo ver en nuestro entorno familias de jornaleros que no todos los días podían permitirse ni unas humildes sopas de ajo. No necesitábamos nevera porque no había nada que guardar en ella, si acaso, las cartillas de racionamiento del pan, el aceite y el jabón. Nos contaban que si éramos así de pobres se debía a que El Generalísimo y los suyos nos habían salvado a la patria, pero la habían salvado mal, que habría que conquistar un régimen democrático para alcanzar un nivel de vida como el que disfrutaban nuestros países vecinos, tan europeos y modernos, ellos.
Y algo había de cierto en dicha afirmación, pues no se puede negar que en los primeros 25 o 30 años de democracia nuestro país ha progresado, casi en términos generales, más que en toda su historia. Lo lamentable, ahora, es que todo induce a pensar que nuestro declive, comenzado hace ya unos años, no tiene trazas de tocar fondo. Estamos atrapados en un cepo del que no se ve forma de escapar, más bien al contrario: cada movimiento que hacemos, o hacen por nosotros los gobernantes que nos representan, se muestra claramente encaminado a que el dogal que ciñe nuestro cuello se estreche un poco más, como si la única solución al drama estuviera en apretar las clavijas a las clases trabajadoras, como si nosotros fuéramos la causa del gran desaguisado.
Quienes recordamos aquellos tiempos de pura subsistencia, no podemos evitar el temor a que la historia se repita. Nos viene a la memoria una situación límite en la que la Sanidad, la Educación y la Justicia eran cosas de ricos, y el comer suficiente casi dependía de la Divina Providencia, el hambre suponía la peor de todas las enfermedades, la llamaban El Piojo Verde y se llevó a la tumba a miles de niños entre la infancia y la adolescencia porque no comían lo estrictamente necesario cuando más lo necesitaban, puesto que les cogía en pleno desarrollo. Por eso, cuando ahora nos cuentan, y vemos, que cada vez son más las familias que se encuentran en situaciones límite, cuando unos padres o abuelos llegan al angustioso extremo de que un niño les pida comida y no poder dársela, en tanto que los despilfarros y casos de corrupción se suceden como cosa cotidiana en nuestras administraciones públicas, la pregunta surge inquietante: en qué terminará todo este caos. Quién, o quienes nos salvarán la patria esta vez. 

domingo, 12 de mayo de 2013

TESTIGOS MUDOS


Semejamos esqueletos de monstruosos pájaros mitológicos y nuestra nueva ocupación consiste en contemplar, desde la desmesurada altura de nuestras cabezas afiladas como lanzas, el paso del tiempo. 
Un tiempo que ya dejó de ser el nuestro. 
Con una quietud de cadáveres metálicos venimos sufriendo soles tórridos, escarchas, temporales lluviosos y todas las inclemencias de una despiadada intemperie que erosiona nuestras estructuras tras haber desnudado de pintura el recubrimiento que antaño nos proporcionaba color y cierta personalidad; ahora vestimos todas las de mi especie el óxido que nos unifica con el traje mísero de la decadencia, de la más absoluta desidia. Nos llamaron grúas, fíjense qué simpleza de nombre, si se tiene en cuenta que marcamos una época de esplendor económico que dio como fruto el enriquecimiento fulgurante de especuladores, ayuntamientos y políticos desalmados.
Hay quienes nos considera símbolos del drama que sufre el país; no sé qué pensarán mis congéneres, las otras grúas, quiero decir, pero yo les puedo asegurar que nos limitamos a trabajar como bestias, elevando y transportando por vía aérea miles de toneladas de materiales tan ásperos como pesados, nos descoyuntamos vivas trabajando de sol a sol durante años y como pago, ahora nos vemos sin una mísera pensión para siquiera subsistir, ni un techo que nos cobije y nos proteja del óxido, o sea; como la mayor parte de ustedes. También los hay que hacen mofa de nuestras formas desangeladas, sobre todo porque siendo tan altas, el motor y el mecanismo que nos dirige está casi siempre en nuestra parte trasera y a ras del suelo, por lo que aseguran que tenemos el cerebro en el culo, ¡menuda ordinariez! Al menos yo, todavía siento un pálpito de vida circular por la maraña de hierros que forman mi estructura, pues, si ustedes se fijan en mí con atención, verán como me mezo con la ayuda del viento, es un balanceo suave, porque tengo miedo de dar con mis huesos, perdón, con mis hierros en el suelo y acabar formando parte de esa confusa maraña compuesta por carretillas oxidadas, montones de puntales, planchas de encofrar, algún que otro montón de escombros y otros materiales erosionados por la inclemencia de la intemperie.
Y además pienso –aunque sea con el culo– lo suficiente para poder asegurarles que a mí se me dijo que sería una herramienta clave para obrar el milagro de que hasta los más humildes dispondrían de un techo que les diera cobijo. Si ahora ha resultado todo lo contrario, ni yo ni mis hermanas grúas hemos sido las culpables del desaguisado, de modo que no nos tilden de haber quedado como símbolos de la avaricia estúpida del ser humano.   

miércoles, 1 de mayo de 2013

POR UN PUÑADO DE TRASTOS VIEJOS



En mayor o menor medida, a todos nos preocupa el aumento que últimamente se está registrando de atracos y hurtos en viviendas, áticos y casetas de campo; amén de robos o destrozos de coches en nuestras calles, una lacra que está alcanzando el triste rango de práctica cotidiana.
Del cabreo general se desprenden opiniones de toda índole, desde afirmar que a los cacos que logra agarrar la G. Civil no les hacen ni cosquillas (por una puerta entran y por la otra salen), hay quienes dicen que harían falta más Fuerzas de Seguridad o, tal vez la menos aconsejable de todas las soluciones: que cada cual defienda sus propiedades aunque sea a tiros. Endurecer las penas o castigos para estos mangantes de baja estofa daría al traste con el principio de equidad de nuestra justicia, puesto que si a un ladrón que ha robado una bicicleta en un ático, o un motosierra en una caseta de campo se le impusiera una sanción, siquiera de 20 euros o se le detuviese una semana, cuál habría de ser, en proporción, la condena que correspondería a los “aristócratas” de su oficio, quiero decir a los que ´mangan´ millones de euros a las arcas del Estado, al dinero de todos.
Se comprende que supone una auténtica temeridad pernoctar en una caseta de campo sin tener a mano algún tipo de herramienta con que defenderse, es quedar a merced de posibles maleantes, y uno de los derechos más antiguos consiste en defender casa y familia mientras nos quede una gota de sangre en el cuerpo, pero, aún así… si alguien, a pesar de hacerlo en legítima defensa hiere, o mata a un semejante, por muy ladrón que éste sea y, por más que logre justificarse judicialmente, jamás logrará justificarse ante sí mismo. Mientras viva levitará sobre su conciencia la negra sombra de haber matado a otro ser humano.
Pretendiendo que estos delincuentes no se vayan de rositas, a pesar de haber hecho del robo arte y oficio, tal vez podrían hacerles saldar su deuda con la ciudadanía con servicios sociales o reparando caminos rurales y desbrozando montes, aunque volveríamos a toparnos con el principio de equidad, pues… si a un mísero ladrón de trastos viejos le caen dos semanas de dar el callo por esos campos de Dios, qué condena tendrían que imponerles a los corruptos que nos roban millones a espuertas. Como no fuera que, además de devolver el dinero robado pasaran el resto de sus vidas limpiando las cloacas de las muchas instituciones que se nos han podrido. Sí, ya sé que sería un trabajo asqueroso, pero ellos ya están acostumbrados al hedor de podredumbre.