miércoles, 23 de febrero de 2011



LA CAJITA DE MÚSICA


Si yo os contara, así de entrada, que a mis 78 años de edad, he logrado vivir una jornada completa de mi infancia, me tildaríais de viejo chiflado y no os faltarían razones para colgarme semejante etiqueta.

Por eso voy a tratar (en la medida que me permitan mis ya gastadas luces) de narraros mi gran aventura de forma pormenorizada, tratando de reflejar, clara y rigurosamente, la magia que alentó mis sentimientos ese día inolvidable. Abrigo la esperanza de lograr, a través de mis explicaciones, redimirme de culpa en buena parte, y mostrar, si no demostrar, que cierta dosis de fantasía puede ser, o es en realidad, una terapia acertada para paliar, ya que no evitar, esa etapa llamada vejez, en la que las esperanzas se reducen a vivir un año más, un mes más o hasta una semana más; haciéndose la ilusión de que se tiene toda la vida por delante, aunque “toda la vida” se limite a esos efímeros plazos que acabo de mentar.

Me llamo Bruno y vivo en una residencia de ancianos en la que ingresé hace unos siete u ocho años, por propia voluntad, dejando desde el primer día bien sentado que gozaría de cierta libertad, como es llamar de vez en cuando a un taxista, para que me dé un garbeo por ciertas zonas de la ciudad, con el fin de quebrar, siquiera por unas horas, la monotonía del Centro; con su disciplina, sus normas y todo lo que caracteriza a un encierro –en mi caso voluntario, ya lo sé–, pero encierro al fin. Respetando, claro está, ciertas reglas inviolables como son: las horas de las comidas, siesta y sobre todo, el momento de recogerse por la noche, yo diría más bien por la tarde, porque es demasiado pronto para mi gusto, pues siempre se dijo que a esa hora (las ocho de la noche, o de la tarde, según se mire) sólo se encierran las gallinas, bueno, las gallinas y los viejos, habría que agregar.

-Don Bruno ¿dónde quiere que lo lleve hoy? –Me pregunta el bueno de Paco el taxista.

-No me llames don Bruno, hombre de Dios. Bruno a secas –le respondo– Vamos por la zona del puerto.

Visito con bastante asiduidad el puerto y sus aledaños. Me fascina ver regresar a las gabarras; primero no son más que puntos oscuros en la distancia. Al poco veo cómo se van perfilando sus formas hasta percibirlas claramente deslizándose sobre la superficie azul turquesa de las aguas. Navegan sosegadas, como animales grandes y dóciles que vuelven fatigados tras una noche entera faenando en los caladeros. Contemplo con sumo interés cómo se aproximan de costado hasta que su costillar de madera pintada entra en contacto con los viejos neumáticos sujetos a los muros de la dársena. Las cajas, llenas de pescados escurridizos, algunos de ellos todavía coleando sus últimos estertores, son descargadas a brazo por tres o cuatro pescadores que forman cadena desde la cubierta hasta el suelo firme y, sobre todo, no suelo perderme la subasta a la baja que tiene lugar en la lonja, a escasos metros de la dársena, en la que se emplea un argot trepidante que me obliga a afinar el oído si quiero seguirlo.

Gozo de una salud relativamente buena, para mi edad claro, teniendo en cuenta que he aprendido a convivir con mis achaques. Quizás el que más duro de pelar me resulta es el insomnio, pues me dan las tantas de la madrugada sin pegar ojo y ni siquiera las pastillas me ayudan a vencer esta engorrosa dificultad. La cosa se ha agudizado desde que, hace unos meses, la directora del centro me llamó a su despacho para hacerme saber que a la vieja masía heredada de mi familia, allí en la aldea en la que nací y viví parte de mi infancia, le había salido un comprador.

Aquella noche, cuando me metí en la cama, supe que no habría somnífero capaz de dormirme; ocuparían mi mente mis recuerdos, que a pesar de abarcar una vida muy dilatada en el tiempo, se podrían narrar en apenas unas páginas, porque quitando mi niñez el resto ha estado compuesto de vacío y soledad y ese equipaje ocupa muy poco espacio.

De modo que al día siguiente, apenas vi amanecer por la ventana, me aseé e hice llamar a mi amigo Paco el taxista.

-¿A dónde vamos hoy, don…Bruno?

-A mi pueblo –dije rotundo mientras me instalaba en los asientos traseros y acomodaba mi cayado–. Ya está bien de puerto, museos y zonas comerciales.

Por el espejo retrovisor pude ver cómo el rostro bonachón de Paco se demudaba.

-A…su pueblo, ¿dice?

-Sí, Paquito. No está ni a doscientos kilómetros de aquí.

-Doscientos… ¡Pero se da usted cuenta de lo que me pide! Tendremos que contar con la directora del Centro, a ver si…

-¡Déjate de chorradas, Paco! Ella no va a tragar. Si me dices eso, me estás negando lo que te pido.

-Me mete usted en un verdadero aprieto –respondió el pobre Paco agobiado–. No sólo no estaremos de vuelta para la hora de comer, sino que hasta para la de cerrar el Centro tengo mis dudas. Son cuatrocientos kilómetros entre ida y vuelta…

-Paquito, hijo: si a mí ya me quedan cuatro días que andar por este mundo. Si me niegas este favor, cuando estire la pata no vas a poder vivir, de los remordimientos, digo.

Conozco lo suficiente a Paco para saber que, aunque lo estaba poniendo en un verdadero aprieto, al fin cedería, pero aún así, se resistía el condenado. Aunque yo sabía bailarle el agua, quiero decir que conocía sus puntos flacos.

-Tú estás muy bien con los servicios que yo te proporciono, Paquito, si los comparas con esos que me cuentas que tienes que prestar a deshoras de la noche, por zonas poco fiables, entre gentes menos fiables todavía, con las que te puedes encontrar a cada paso con una navaja pegada a los riñones y lo menos que puede pasarte es que te manguen lo poco que has recaudado.

-Ya, pero si lo miramos bien, trabajar para usted también encierra sus peligros.

-Anda Paco, hijo; encarrílate hacia el sur y toma la carretera para Alicante. Ya te iré yo indicando.

Cuando cogimos la autovía, una honda emoción me hacía hervir la sangre dentro de las venas. No exagero ni un pelo si os aseguro que supe cómo se sentiría el niño que falta un día a la monotonía del aula del colegio y se va a vivir la aventura que viene acariciando durante mucho tiempo; o la enervante emoción que debía sentir el preso que un día logra evadirse de la prisión y va a reunirse con su amada, dispuesto a compartir un día prohibido tras una larga abstinencia. Se podría contar por docenas de años el tiempo que yo había pasado sin que me embargara una emoción tan revitalizadora.

Había convencido el día anterior a la directora para que me permitiera salir a la mañana siguiente, o sea, el día que nos ocupa, (¡mi gran día!) más temprano de lo habitual, con la excusa de que me proponía contemplar la salida del sol desde unos acantilados que lindan con el mar. Ella había aceptado, un poco a regañadientes, pero había aceptado al fin. Ya venía acostumbrada a mis arrebatos románticos. Es una buena mujer, un poco rígida, condición imprescindible, seguramente, para el cargo que desempeña, pero una mujer sumamente sensible en el fondo; la he sorprendido llorando a escondidas al morir algún viejo al que había llegado a tomarle cariño, y también cuando la he observado leer con disimulo alguno de mis escritos (mayormente poemas) de los que casi siempre suele haber sobre mi mesita de noche; yo disimulo, como que no me doy cuenta, pero sé que se interesa por mis escritos, algún día le diré que se lleve los que le gusten; para qué los quiero yo, si sólo los escribo por el mero placer de hacerlo, o, ¿tal vez por necesidad?

En fin, como os decía, el corazón me palpitaba hasta en las yemas de los dedos cuando el auto de Paco se deslizaba como una flecha por aquella carretera tan amplia y tan recta, dejando atrás los últimos edificios de la ciudad. Y si algo comenzó a ensombrecer mi dicha, fue percatarme, a través del espejo retrovisor central, del semblante malhumorado de Paco. Esto enfrió un tanto mi felicidad. Paco es un buenazo, un cacho de pan, como se decía en mis tiempos mozos. No sé cómo se querrán a los hijos y a los nietos, porque nunca los tuve, pero se debe sentir algo parecido a lo que yo siento por Paco.

-No debes preocuparte por nada, Paquito. Lo que estamos haciendo no es más que una travesura inocente que no ha de perjudicar a nadie.

-A mí.

-¿Cómo dices?

-Digo que a mí me puede perjudicar ¡y mucho! Como usted mismo ha dicho antes, puedo perderlo como cliente y no están las cosas como para echar cohetes, tengo ya dos bocas que llenar y una hipoteca que pagar en veinticinco años.

-¡Este trabajo no te lo quita a ti ni el Nuncio Apostólico! Mientras yo viva, claro.

-Y hay algo más.

-¿Más?

-La vergüenza de que la directora me echara como a una rata muerta por hacerme cómplice de sus… sus…

-Chaladuras de viejo –rematé yo.

-No, no quería decir eso. Usted es cualquier cosa menos un viejo chalado. Pero tendrá que reconocer que me embarca en unos berenjenales propios de chavales de dieciocho o veinte años, y yo hace ya tiempo que pasé esa edad y, si hablamos de usted, pues…

-La vida no tiene edad, Paquito. La vida está siendo vida hasta que uno estira la pata; hay viejos, y tú lo sabes muy bien, que tienen muchos menos años que yo y ya los ves sentados, con cara de aburrimiento, sin otra cosa que hacer que esperar a la señora de la guadaña. A mí esta parca señora tendrá que cazarme a traición, agazapada en el último recodo de mi camino.

-Ya, eso me lo ha dicho muchas veces y es una de las cosas que más admiro de usted, ese ánimo, ese carácter. Pero tiene que reconocer que algunas veces se pasa un pelín. Esto de hoy nos puede costar un disgusto serio, sobre todo a mí.

-No ocurrirá nada, ¡te lo digo yo! Además, te lo he repetido infinidad de veces: de todo lo que hagamos, yo soy el único responsable. Soy quien paga, tú solo eres un “mandao”.

-Pues como se llegue a saber lo de las visitas al local de “Las Gatas”, por ejemplo, a usted no lo van a dejar salir del centro ni para ir a misa y yo no voy a poder entrar a mi casa ni acompañado por la policía.

-Bueno, tampoco eso es tan grave. Me suelo pasar un rato agradable entre chicas jóvenes, simpáticas y complacientes que me hacen sentir un poco menos viejo, ¿hay algún mal en ello, ofendo o perjudico a alguien?

-A nadie –respondió Paco de inmediato–. Pero usted sabe cómo funcionan las cosas. En cuanto se descubra el pastel, vamos a salir hasta en el telediario: un taxista y un viejo de más de setenta años, se van de putas a un bar de alterne. ¿Se imagina el fandango que se armaría?

-¡Pero no seas bárbaro, Paquito! Qué sabrás tu lo que es ir de putas. Lo que nosotros hacemos, no pasa de ir a distraernos un rato con chicas jóvenes y simpáticas. Además, tú no tienes ninguna culpa, te limitas –como te he repetido muchas veces– a cumplir con tu trabajo, que para eso te pago.

-Pues el día que la cosa se sepa, tendrá usted que ir a explicárselo a mi mujer, ya que parece tan instruido en la materia.

-Se hará lo que se tercie, Paco. Se hará lo que se tercie –le respondí en tono conciliador–. Y en cuanto a que yo sea un hombre instruido en materia de putas, he de decirte que conozco bastante el tema, si señor. Ten en cuenta, que nunca estuve casado ni sujeto a mujer alguna a la que tener que rendir cuentas; si a esto añadimos que las mujeres me atrajeron siempre como el imán al metal, pues… saca cuentas.

Al fin ví como los ojos de Paco se iluminaron con un brillo que ya me conozco y una sonrisa apenas insinuada, pero suficiente para barrer de su rostro el pesimismo que lo había venido ensombreciendo desde que abandonamos la ciudad. Es lo que suele ocurrir casi siempre. Mis argumentos terminan convenciéndolo. Y si no convenciéndolo, al menos, conformándolo.

-Cuando decimos putas, lo hacemos en tono despectivo, como si nos estuviéramos refiriendo a una clase inferior, a mala gente, bueno pues no es así, te lo he dicho infinidad de veces, Paquito. La de estas señoras es una profesión (dicen que la más antiguas del mundo) que merece el mayor respeto. Para mí, son profesionales del placer, ejercen ese oficio como tú el tuyo, o el que está detrás de una máquina, o como yo el de viejo; todos lo hacemos por necesidad y sólo unos pocos, muy pocos, hacen el trabajo que les gusta. Las chicas de “Las gatas”, por ejemplo, son ángeles del Cielo (y si hay Dios que me perdone) jóvenes, agradables…

-Si, una especie de hermanitas descalzas…

-Bueno, yo más que descalzas, diría desnudas, o casi, porque como tú sabes, andan algo ligeritas de ropa… uno entra allí, y piensa que si la Gloria y el Paraíso existen, acaba de encontrarlos. ¿Tú sabes lo que supone para cualquier hombre –sobre todo si ya tiene cierta edad– encontrarse de pronto intercambiando mimos y halagos con una joven guapa y chispeante, compartiendo con ella una relación tan reconfortante como si se tratara de dos amantes que se reencuentran tras una larga ausencia? ¿Tú te imaginas la inyección de vida que un rato así supone para un viejo que ya sólo espera del mundo decrepitud y sufrimiento?

-Tal como usted lo pinta, resulta hasta bonito, pero…

-¡Es que es bonito, Paco, soñar es bonito, porque te evades, aunque sólo sea un rato, de la jodida realidad, que es la que no siempre resulta bonita! Vivimos en una sociedad en la que se nos está vendiendo decadencia como progreso. ¿Cómo se puede llamar progreso a que cada año mueran más mujeres asesinadas por sus compañeros? ¿A que cada pocos segundos muera en el mundo un niño de hambre o por no tener medios para frenarle una simple diarrea, mientras en ese mismo mundo se despilfarra a manos llenas? ¿No es una desfachatez afirmar que nuestra civilización está progresando, cuando las guerras ya no se libran en campos de batalla sino que se vacían toneladas de bombas en núcleos urbanos en los que mueren inocentes a millares? Las gentes como yo, Paquito, no podemos permanecer siempre con los pies en el suelo: necesitamos elevarnos de vez en cuando hasta alcanzar el mundo de la fantasía, para descansar de una realidad que nos quema las plantas de los pies y la conciencia. Sobre todo la conciencia; sí señor.

-Yo antes, quería decir que a usted esos ratos de gloria le cuestan una pasta de la que las chicas perciben más bien poca cosa porque, detrás de esas chicas tan jóvenes y tan simpáticas que a usted le hacen soñar, sólo hay un montón de mierda, y usted perdone mi expresión tan grosera.

-Si –concedí con gesto resignado–. Me gasto mucha pasta, como tu dices, quizá más de la que tú te piensas, pero eso es lo de menos, aunque, ya sé donde quieres ir a parar. Estás pensando que si en “Las gatas” nos tratan como a príncipes, es porque yo no suelo andar cicatero con la bolsa. Tienes razón; ellas me dan ilusiones de juventud, a cambio de dinero, no sé del dinero que yo me gasto cuánto les llegará a ellas, pero eso es algo que ni yo ni tú podemos arreglar. Sé que detrás de todo ese escaparate tan bonito hay un montón de mierda, pero dime tú algo que no guarde en la trastienda arrobas de trapos sucios. Yo necesito (aún sabiendo que todo es ficticio) sus halagos y su frescura para seguir vivo y ellas mi dinero para vivir, a ellas les sobra esa alegría de la juventud y a mí me sobra el dinero, que no es mucho, pero la vida que me queda por delante posiblemente sea menos. En este jodido mundo todo, o casi todo, funciona por dinero. -Si, en eso tiene usted razón–. Asintió Paco tras un corto silencio.

-Se trabaja por dinero. Se miente por dinero; se comercia hasta con el hambre de los desheredados por dinero y se fabrican armas para matar a seres humanos por dinero, y, hasta los artistas se exprimen los sesos por dinero y si alguno dice hacerlo por amor al arte, miente descaradamente, ya que si no gana dinero, es porque es un “pringao” y nadie le paga su esfuerzo, quizás porque no ha llegado su momento, o porque su arte no merece más.

-Bueno, hay ciertas cosas, que se salen bastante de esa línea tan fría que usted pinta. La amistad, por ejemplo, si es una amistad sincera, no hay que pagarla con dinero, ni el amor, yo amo a mi mujer y a mis hijos hasta el delirio y no les pido dinero.

-Pero te piden ellos a ti. O sea que ya estamos en lo mismo, Paquito, no lleves a tu casa dinero durante dos o tres semanas y verás donde va a parar ese amor que compartes con los tuyos.

-Con usted no se puede discutir. Me tiende trampas y yo termino siempre cayendo en ellas, como un pardillo, vamos.

-Tampoco es eso, Paco. Tú tienes una familia que es un pedacito de cielo, por la que vale la pena todo el sacrificio que estás haciendo, y hasta más, si fuera necesario. Ni con el dinero que llevas a tu casa, ni con todo el oro del mundo, habría suficiente para pagar la felicidad que recibes. Yo, en cambio, la única familia que conocí me la asesinaron sin apenas darme tiempo a disfrutarla y, si algún ramalazo de felicidad he gozado en esta vida, a sido comprándolo con dinero.

-Podía haberse casado…

-Podía, pero quizás en mi subconsciente, siempre anidó el miedo a formar una familia y luego perderla, como perdí a la primera, es absurdo, ya lo sé.

-Usted es un hombre culto. Además de tener buena presencia (hasta me atrevería a decir que de joven fue un hombre de esos que hacen suspirar a las mujeres) tiene un pico de oro, es capaz de convencer hasta a las piedras. Creo que debo corregir (o matizar, como suele decir usted) lo que he dicho antes y decirle que en Las Gatas, no todo el mundo lo quiere sólo pensando en el dinero que allí se gasta. Lo he observado en el comportamiento de la chica aquella delgadita, la que dice ser malagueña…

-Puri.

-Si, la Puri. Esa está coladita por usted y, estoy completamente seguro de que cuando están juntos en lo que menos piensa es en el dinero; lo mira a usted con veneración y cuando estamos allí, no se va de su lado ni para mear.

-¡Vamos, no exageres, Paco! –Exclamé, halagado en lo más íntimo–. No me estarás diciendo que la Puri se ha enamorado de mí; soy viejo hasta para ser su abuelo.

-No, no –negó Paco un tanto confuso–. Quizás no sé explicarme correctamente, lo que quiero decir es que el enamoramiento de la Puri hacia usted es una cosa distinta a lo que muestra una mujer hacia el hombre que ama, o que desea. He observado que cuando entramos en el bar y ella está atendiendo a un cliente, no permite que le ponga una mano encima, es como si se avergonzara de que usted la vea (ya ve qué disparate) y en cuanto tiene ocasión, se despide de su acompañante y se va con usted y si está acompañado por otra chica, ella pronto se las compone para que la otra ahueque el ala, usted ya me entiende. Y hay más.

-¿Más?

-Si. Cuando estuvo usted enfermo con el arrechucho aquel del lumbago, hace un par de meses, la chica me llamó por teléfono para que fuera a recogerla de madrugada, cuando terminan el trabajo. Nada más verme, me preguntó muy preocupada qué le había ocurrido. Yo creo que pensó que usted se había muerto, o algo así, porque se le veía en la cara que estaba angustiada. Cuando le dije que ya había salido del bache y estaba bien del todo, se echó a llorar y no paró en un buen rato.

-Sería de pena porque no me había muerto de verdad –bromeé.

-¡No diga usted disparates! La pobre estaba para que le diera algo.

Al decir esto, volvió un instante la cabeza y:

-¡Joder, pero está usted llorando!

-No –me apresuré a responder–. Es que ha entrado algo de polvo por la ventanilla y se me ha metido en los ojos.

-Paco –continué al cabo de un rato–. Esa atracción que tú ves en la Puri hacia mí, tiene su explicación.

-Pues claro que la ha de tener, aunque, yo lo único que veo es que la chica lo quiere, le tiene buena ley, que suele decirse.

-Esa pobre chica se quedó sin padre cuando tenía cinco o seis años. Su madre se volvió a casar al poco de enviudar y lo hizo con un energúmeno que no tardó en comenzar a abusar de la chiquilla, (tocamientos e indecencias por el estilo) la madre, al parecer, no puso los medios para atajar la infamia con el rigor que la cosa requería y la niña se fue a amparar a casa del abuelo paterno, con el que siempre mantuvo una excelente relación. Se negó rotundamente a volver a su casa con su madre y con el energúmeno. Aunque no parecía muy dispuesta al principio, el abuelo logró convencerla para que le contara por qué motivos no quería regresar a su casa. El viejo, al saberlo, no se lo anduvo pensando: aquella misma noche cuando dejó a la niña acostada, se armó de un buen cayado, se presentó en casa de la nuera y cuando ella y el energúmeno quisieron reaccionar, les había arreado tal somanta de estacazos, que tuvieron que ingresarlos en el hospital. Antes de abandonar la vivienda, el abuelo, con el garrote en alto, les advirtió a los heridos, que yacían en el suelo, sangrantes y semiinconscientes: <

-¡Joder, el viejo los tenía bien puestos!

-Y tanto que sí. Lo peor fue que el abuelo murió a los pocos años, pero antes, le contó a la nieta lo que aquel día pasó con su madre y con el fulano. Al morir el abuelo, la Puri, cuyo nombre verdadero es María del Mar, se fue manteniendo de los escasos ahorrillos que había dejado el abuelo. Luego ha vivido dando tumbos por el mundo y así sigue.

-¿Y todo eso se lo contó ella, la Puri, digo?

-No. Ella me había contado algo, lo del abuelo sobre todo, porque dice que es con el único ser que se ha sentido segura y protegida y, asegura que yo, en mis maneras y mi forma de hablar, se lo recuerdo mucho. La historia, al menos hasta que murió el viejo y perdieron la pista de la chica porque desapareció del barrio, me la proporcionó un detective que contraté.

-Puede que la Puri, o María del Mar o como se llame, vaya algo encaminada, porque si hubiera tenido usted un buen garrote allí en Las Gatas, la noche que el matón aquel le dio la bofetada a aquella chica regordeta, le muele los riñones a palos.

-No es poco que me libré de que él me los moliera a mí. Aquello fue un golpe de suerte, además tú estuviste muy oportuno cuando dijiste que yo era un comisario de policía jubilado y que tú eras mi chofer ¡vaya golpe! Ha sido de los mejores de mi vida, Paquito.

-¡Joder y de la mía! Cogió usted al fulano de las pelotas y casi se queda con ellas en la mano. El tío abría unos ojos como platos cuando usted le decía: ¡Si me entero que vuelves a maltratar a una chica, aunque sea de palabra, ordeno que te encierren hasta que te pudras! Y si te sueltan antes, te busco y te termino de arrancar los “güevos”. Como en las películas, don Bruno.

Era casi media mañana cuando vislumbramos la aldea. Custodiada por agrestes laderas pobladas de pinos y matorral, el puñado de casas encaladas semejaba una bandada de palomas solazándose al socaire de la sierra Espadaña.

El penetrante aroma de los helechos, el trébol y los álamos, que subía del arroyo y que discurría por el fondo del barranco, inundó mis sentidos al mismo apearme del taxi. Allí se operó el milagro de mi transformación, el traslado a mi infancia, hasta tal punto, que no pude vencer la tentación de dar una tremenda patada a un bote vacío de hojalata, de éstos que se utilizan ahora para las bebidas refrescantes.

El estruendo de cristales rotos al caer de una ventana, originado por mi arranque futbolístico, coincidió con el brusco desgarrón que sentí en la espalda. Fue como si me hubieran descoyuntado de un solo golpe todos los huesos que componen mi esqueleto.

Pronto me rehice de mis dolores. El entusiasmo febril que sentía circular por mis venas eclipsaba cualquier otro sentimiento. Apenas percibí el vocerío del dueño de la casa a la que había roto el cristal, ni las excusas del atribulado Paco, prometiendo que él pagaría el estropicio.

Descendí dando trompicones por el retorcido camino, con toda la celeridad que mis piernas de anciano permitían a mi mente de niño. Hasta mí llegaba ya con nitidez el rumor del agua al despeñarse sobre la alberca que daba riego a la huerta; aquel murmullo monótono que no tenía principio ni fin, que yo siempre creí que habían inventado a la vez que al mundo, así como el gorjeo de los gorriones en las entrañas de las alamedas. Eran los aromas y sonidos que habían marcado los comienzos de mi vida. Habían sido el reloj que en plena niñez se me quedó parado en lo más hondo de mi ser.

La última curva me abocó a la placeta de la vieja casa, semioculta por el arbolado. Una desvencijada rueda de carro, apoyada en el tronco de un olmo, dejaba ver su parte superior semioculta por la hierba; casi a la orilla de la acequia seguía vivo el nogal y, algo no menos insólito: aquella rueda de molino recostada contra una esquina de la casa, que nunca supo decirme nadie de donde pudo haber venido, presentaba su cara estriada, dejando que el sol de media mañana arrancara diminutas estrellas de luz de sus aristas. El edificio, compuesto por la vivienda, las cuadras y el porche, aunque de trazo humilde, estaba construido de piedra y argamasa, por lo que se conservaba entero, exceptuando las profundas hendiduras que la intemperie había hecho en las junturas de las piedras.

Por un momento, me pareció que la maldita vejez iba a vencer a mi vitalidad infantil. Hube de sentarme en el poyo que había adosado a la fachada, bajo las anillas de hierro que en otros tiempos sirvieron para atar a las caballerías del ronzal. Fue una falsa alarma; de inmediato volví –y no digo recordé, porque esta afirmación quedaría demasiado escasa– a mi querida infancia y me vi cazando pájaros con mi tirachinas; meándome en las madrigueras de los grillos. ¡Cómo salían los animalitos al momento, sacudiéndose las antenas! Yo los cogía y los introducía en unos canutos de caña que previamente había preparado, les hacía rajitas a las cañas para que no se asfixiara el grillo y así el habitáculo hacía de caja de resonancia; le taponaba a la caña las dos bocas con hierba tierna, con el fin de que el animal quedara en libertad en un par de días y no muriese de hambre. Luego, disimuladamente, tiraba al atardecer las pequeñas jaulas a los corrales de los vecinos. Al día siguiente no se hablaba de otra cosa en la aldea: "Una plaga de grillos ha invadido el pueblo y no nos deja dormir. Deben de ser grillos gigantes porque ¡hay que ver el estruendo que arman!"

Empujé una de las hojas del portón que daba entrada a la vivienda. Cedió con un áspero chirrido a los pocos intentos; respiré aliviado al comprobar que no tenía cerradura o pestillo alguno que impidiera abrirlo, sólo el moho de sus goznes, hacía que la puerta gruñera lastimeramente. La gran cocina con fuego de leña con su techo de retorcidas vigas de madera de pino, ofrecía un aspecto de irrealidad tejida pacientemente por los muchos años de soledad, por el mucho tiempo transcurrido desde que la terrible guadaña de la muerte decidió segar implacable la vida de sus moradores. Una trama de pesadas telarañas ponía de manifiesto el prolongado letargo. Crucé una estrecha puerta que comunicaba con las habitaciones interiores y cuando mis ojos se acostumbraron a la semipenumbra, pude ver la cantarera bajo las escaleras que daban acceso a los dormitorios, dos de los cuatro cántaros de arcilla, estaban hechos cascos bajo la cantarera y sus alrededores, entre los escombros de algún peldaño desprendido de la escalera Dios sabría cúando. También faltaba algún que otro trozo del pretil de ladrillos que hiciera las veces de baranda.

Subí con precaución, pisando en los peldaños que consideré menos dañados. Ya en la segunda planta, me sobresaltó el alboroto de unas palomas que huyeron en arrebatado vuelo por una ventana abierta. Cuando volvió el silencio, mi corazón se puso a latir soliviantado hasta el punto de hacerme creer que sus profundos latidos eran producidos por el lugar en el que me encontraba y no por mi propio cuerpo. Había un nido de golondrinas pegado a una de las vigas del techo de lo que en otros tiempos fuera mi dormitorio. Las aves entraban y salían raudas por el único ventanuco que daba luz a la angosta habitación. En uno de los rincones se amontonaba lo que, exagerando un poco, podría llamarse el mobiliario: un catre, dos sillas y algunos cachivaches más, cubierto todo por una gruesa y negruzca capa de polvo. Los trastos se iban desarmando a medida que yo los cogía para apartarlos a un lado con el fin de ver qué había debajo. No sabía lo que buscaba hasta que descubrí mi tirachinas, un aro de hierro y una peonza con su cordel de cáñamo que se deshizo al instante de cogerlo.

Las paredes estaban desnudas de cuadros y otros adornos, menos una, en la que había un espejo al que apenas le quedaban unos retazos de azogue que semejaban manchurrones de robín. Me asomé a su superficie y me devolvió difusamente la imagen de aquel zagal inquieto y rebelde de hace setenta años, no la del viejo decrépito que soy ahora.

Cuando salí del embeleso, o hechizo que me embargaba, cogí mis queridos cachivaches (ya que sería demasiado presuntuoso llamarlos juguetes) y, me disponía a bajar las escaleras cuando una duda me detuvo. Me faltaba algo, lo más importante. Volví al rincón de los trastos y comencé a escarbar, con más ahínco si cabe, que la primera vez y, ¡al fin, allí estaba! Una gran pelota de trapos, atada con cuerdas de esparto.

Tanto las cuerdas de esparto como los primeros trapos que deslié se me deshicieron en las manos. Continué quitando trapos como quien quita fundas a una cebolla. Al fin apareció lo que con tanto afán había buscado: la cajita de música.

El único juguete que poseí en toda mi vida sin haberlo fabricado yo, con mis manos. Ya en el taxi, con el sol a medio camino de la tarde, le conté al bueno de Paco mis vivencias, acompañándolas de exageradas gesticulaciones infantiles.

-He llorado, Paco. Cuando he encontrado la cajita de música, he llorado; la segunda vez que he llorado en toda mi vida, de verdad, de corazón.

Por el espejo retrovisor vi como el rostro del taxista se enternecía. Al cabo de un rato me preguntó:

-¿Y cuándo fue la primera?

-¿Qué?

-Sí, cuando fue la primera vez que lloró.

-Ah, si…cuando vi muertos a mi madre y a mis dos hermanos, en la ciudad, ya sabes, cuando la guerra.

-Seria usted muy pequeño, entonces.

-Si –afirmé, rememorando de mala gana lo que durante toda mi vida había pretendido olvidar sin llegar a lograrlo del todo–. Si; demasiado pequeño para quedarme solo en cuestión de meses, habiendo gozado de una familia tan… tan completa.

-Los… ¿los mataron a todos?

-Si hijo, si. Los mataron a todos y me dejaron a mí para llorarlos. ¿Qué te parece las putadas que suelen hacernos el Destino, Dios, o quien quiera que sea el que maneja las riendas de este jodido mundo?

-Si lo prefiere no hablamos de esas cosas. Para usted debe resultar penoso.

-Hombre… La verdad es que cuando recuerdo aquella etapa de mi vida, pues no te voy a decir que sienta ganas de ponerme a dar saltos de alegría, pero aquellas amargas vivencias quedaron ya muy lejanas. Dicen que el tiempo termina erosionando las esquinas de la memoria, y es cierto. Yo hasta creo sentir cierto alivio al hablar de aquella gran tragedia, sobre todo si lo hago con alguien como tú y, aunque te cueste un poco creerlo, con la señora Leonor, la directora. Sois para mí, lo más parecido a una familia, no es que seáis gran cosa –bromeé–, pero sois lo único que tengo.

-Y la Magda.

No pude evitar sonreírme con cierta socarronería ante su ocurrencia.

-Pues si –respondí al cabo–. También la Magda. Me reconforta hablar con ella, recordar viejos tiempos…

-Y bailar un bolero en su salita de estar, con las caras juntas, muy juntas.

-¡Justo! Mientras tú le echas buenos tientos al güisqui que la Magda guarda en la estantería del comedor.

-¡Hombre, tampoco tanto! Algún lingotazo que otro… es que guarda un caldo que es la leche, yo esas exquisiteces no puedo costeármelas.

-No te preocupes. Ese güisqui que tanto te gusta, no se lo “gorreas” a la Magda, sale de mi bolsillo y me siento muy satisfecho de que te lo bebas tú, ya que yo no puedo ni catarlo y a la Magda no le gusta. Además la Magda está bien preparada económicamente para vivir dignamente su vejez; ha reunido un patrimonio más que respetable, es de las pocas de su oficio que ha sabido administrarse aprovechando sus años de juventud y, volviendo a lo de la guerra, la Magda también fue una victima de aquella sinrazón.

-¡Pero si la Magda es mucho más joven que usted! Ella en aquella época ni siquiera habría nacido.

-Cierto. La Magda nació unos meses después de terminada la guerra. Su madre la parió en la cárcel, y la dejaron amamantar a la cría hasta que se quedó sin leche, cosa que pronto ocurrió, como consecuencia del hambre que se pasaba. Entonces la fusilaron y a la chiquilla la criaron unas monjas, después pasó a un orfanato y cuando fue mayor de edad se metió a puta ¡toda una historia! Fue entonces, más o menos cuando la conocí. Yo también llevaba a cuestas mi historia, una historia que nunca te he contado más allá de lo que tú ya sabes: que perdí a mi familia en la guerra, algo tan común en las gentes de mi generación, que casi resulta vulgar.

-Aunque haya muchas historias iguales, ninguna merece ser calificada de vulgar, al menos para quienes las han vivido en sus carnes, como suele decirse.

-¡Coño, Paco! Algunas veces me sales con puntazos de una profundidad que me pone la piel de gallina.

-Claro –agregó Paco–, son frases que he aprendido de usted. Dicen que todo se pega menos la hermosura, pero no tiene nada de vulgar, a mi modo de entender las cosas, que un chaval con diez o doce años pase de tener una familia bastante nutrida, a quedarse en cuestión de meses más solo que una rata.

-Tú lo has dicho, hijo, tú lo has dicho. Una familia bastante nutrida, o completa, a la que he vuelto a ver hace un rato en la masía (con los ojos de la memoria, claro) de una forma un tanto borrosa por los muchos años transcurridos, he vuelto a ver a mi madre llamándonos a gritos desde la placeta, procurando que su voz nos llegara a las huertas por encima del rumor que producía el agua al caer a la alberca. A la gran sartén humeante junto al fuego, colocada sobre unas trébedes. He visto acudir a mis dos hermanos, Cosme y Manuel, buscándome para gastarme alguna de sus bromas, aquellas bromas que tánto me enrabietaban, pero que yo mismo provocaba cuando veía que ellos se descuidaban y no me hacían mucho caso.

-Hay que ver qué rastro de dolor dejan las guerras por donde pasan ¿verdad?

-Si. De dolor, de sangre, de odios… Mi casa y mi familia comenzaron a deshacerse cuando se llevaron a mi padre, creo recordar que a los frentes del Jarama. Ya no volvimos a saber de él. Jamás llegamos a averiguar si estaba vivo o muerto, por eso cuando el desastre (la guerra, quiero decir) daba sus últimos coletazos y comenzaron a decir que refugiados de casi toda España estaban acudiendo a Alicante, a cuyo puerto vendrían unos barcos a recogerlos, mi madre nos cogió a mí y a mis hermanos y allí que nos plantamos y, allí encontramos el caos más absoluto. Aquello era un hormiguero de gentes desorientadas, heridas y hambrientas. Las refriegas a tiros eran casi diarias y en una de ellas murió mi madre y mis hermanos, entre otra gente.

-No debería hablar de esas cosas. No le hacen ningún bien.

-Sé que habían estado buscándome desde el medio día –continué mi relato, haciendo caso omiso a los consejos de Paco–. Estábamos hambrientos (siempre estábamos hambrientos, de día y de noche) desde hacía casi una semana que habíamos llegado, digo una semana por decir algo, ya que esas situaciones tan sumamente angustiosas, un niño no es capaz de medirlas para guardarlas en su memoria, así como recuerdo, o creo recordar que me había ido de con mi familia enfadado porque tenía hambre, me escapé escabulléndome por entre el gentío. Lo que sí recuerdo con meridiana nitidez, es la parva de muertos tirados de cualquier forma junto a un alto muro de piedra con boquetes abiertos por los cañonazos de los barcos y el riachuelo de sangre que discurría mansamente por entre los cuerpos destrozados y continuaba hasta perderse calle abajo. A pesar de lo destrozados y cubiertos de polvo que estaban los muertos, pude reconocer a mi madre y a mis hermanos. Mi madre guardaba bajo su chal mi cajita de música. Cuando la cogí, le di cuerda y se puso a emitir sus notas cantarinas, sentí una inexplicable alegría; en mi mente infantil, era como si el simple cacharrito de hojalata, sonando en aquel cuadro dantesco, me estuviera diciendo que no todo lo que sustentaba mi vida se había perdido, seguramente, ese es el clavo ardiendo al que se aferran los desesperados.

Dicho esto, pude ver a través del espejo retrovisor la consternación que mis últimas palabras habían dejado en el rostro de Paco.

-Pero eso ya pasó hace mucho tiempo, Paquito; como te he dicho antes, yo al hablar de todo esto, sólo siento un dolor suave, benévolo, casi, viene a ser como si… como si lo recordara por cumplir una obligación, para conservar mi historia y que no se me borre del todo de la memoria. Hace tanto tiempo de aquello, que alguna vez he llegado a dudar si en realidad llegó a ocurrir, de modo que, no me pongas esa jeta tan triste y no enturbiemos este gran día, para mí uno de los más felices de los últimos años.

-Es que es muy fuerte lo que me está contando, don Bruno y, de la forma que usted lo cuenta, es como si uno lo estuviera viendo, pero… supongo que volvería usted a su pueblo, porque la cajita de música la ha encontrado hoy allí.

-Si –aclaré–. Aquella misma noche logré abandonar el infierno que era Alicante, aquel caos de hambre, miedo y muerte. No me resultó difícil escabullirme hacia la parte norte, hacia el interior montañoso y oscuro del que jamás teníamos que haber salido.

-¿Y logró llegar hasta su pueblo, andando?

-Si, dos días después. Quienes nos hemos criado en el campo siempre encontramos recursos para sobrevivir: un puñado de almendras olvidadas en una escondida rama, unas algarrobas, unos higos-chumbos… Cuando aparecí en la aldea y conté lo que nos había pasado, varias familias se brindaron a acogerme en su casa, yo acepté, claro, ¡qué remedio! Así pasé cuatro o cinco meses, hasta que vinieron a por mí para llevarme al orfanato.

-Y cómo no le permitieron quedarse en su pueblo, con alguna de aquellas familias. Si dice que le acogieron tan bien cuando regresó a la aldea…

-Había mucha hambre. Aquellas familias se las veían negras cada día para salir adelante y yo suponía una boca más y, de chaval yo era también bastante revoltoso.

-Con que de chaval…

-Bueno, siempre fui un poco rebelde. Pero en el fondo no soy mala gente.

-En eso estoy de acuerdo. –Se apresuró en afirmar Paco, categórico.

-Si, alguna de aquellas familias me hubiera podido tomar en adopción pero… en fin, nunca se los he reprochado. Cuando los del orfanato fueron a por mí, me escapé y tardaron día y medio en cazarme. Y porque fueron los guardias civiles, con perros y todo, si no todavía estaría por aquellas sierras. Por eso cuando al fin me echaron el guante, estaban más cabreados que monos. Ni siquiera me dejaron llegar a casa a por mis cosas, al menos a por mi cajita de música.

-Claro –agregó Paco sonriendo–. No lo iban a dejar ir a por su tirachinas, usted con esa arma en las manos, sería más peligroso que Napoleón con un cañón.

Aquel día, memorable para mí, la cosa no quedó tan mal como mi buen amigo Paco el taxista había pronosticado. Nos presentamos en el Centro un poco más tarde de la hora establecida, pero yo había llamado por teléfono advirtiéndolo, en una de las últimas paradas que hicimos en el viaje de regreso; la regañina por parte de la directora fue leve, casi podría llamársele un tirón de orejas cariñoso. Hice un guiño de complicidad a mi amigo cuando éste se despedía.

Un par de meses después de aquel día que logré ser niño, mantuve una larga conversación con la directora en la que volví (un poco a regañadientes) a mi condición de viejo consciente de mi edad y del futuro –qué cosa tan efímera– que me podía quedar por delante. Le expuse la idea que había estado madurando y la buena señora me dio una opinión absolutamente favorable cuando le dije que había decidido testar mis bienes de la forma que sigue: la pequeña masía, con las tierras que la circundan, pasaría a ser propiedad de mi buen amigo Paco el taxista y de su esposa y, los ahorros que tengo en dos libretas, 72.000 euros, aproximadamente, se distribuirían a partes iguales entre Maria del Mar Lorente Melero, apodada la Puri, y doña Leonor Perea Jirón, directora del Centro. Tengo la absoluta confianza, de que la señora directora empleará mi donativo en mejorar las condiciones de vida, no del centro que regenta, ya que este lo habitan sólo ancianos cuya renta se los permite, sino a otros lugares (de los que ella me ha hablado en muchas ocasiones) en los que pupilos menos afortunados económicamente, viven su última etapa en peores condiciones.

Ahora, casi un año después de lo que yo suelo llamar mi gran aventura, continúo viviendo cada minuto, cada latido que palpitó en mi corazón aquellas horas tan intensas transcurridas en la aldea. Mi olfato rememora aquellos olores y para ver la vieja masía y los paisajes que la rodean sólo tengo que entornar los ojos. Ya no necesito pastillas para dormir. Por las noches, cuando me acuesto aquí en mi cuarto de la residencia de ancianos, doy cuerda a mi cajita de música y sus acordes, ya algo rasposos, me llevan amorosamente al sueño para descansar de mi azarosa jornada, en la que he cazado pájaros con mi tirachinas, he enjaulado grillos y me he bañado en los remansos del riachuelo, en las aguas que acariciaron mi cuerpo y regaron las ilusiones de mi niñez.


FIN