miércoles, 28 de marzo de 2012

La Pepa

La llamaron así porque nació un día de San José de hace 200 años. Con los ojos llenos de Mediterráneo y el alma agarrotada por los cañonazos napoleónicos –que dominaban al resto de las tierras hispánicas y estallaban en sus propios muros–, Cádiz alumbró la tercera constitución del mundo occidental en aquellos tiempos convulsos, regidos por el abuso del poder de las armas, el económico y el eclesiástico. Convirtió a los súbditos en ciudadanos, decretó la libertad de imprenta, abolió las prácticas infames del Tribunal Eclesiástico y acuñó que todos los españoles seríamos iguales ante la Ley, eso sí, se le pasó que las mujeres eran también seres humanos y habrían de tener los mismos derechos que los hombres, con lo que, la abolición de la esclavitud no quedó completa.

Todo quedó en una hermosa declaración de intenciones, porque, cuando volvió el monarca y se encasquetó la corona, empuñó el garrote de mando y dijo que aquí mandaban sus… derechos dinásticos, y que lo de la Carta Magna sólo había sido un lío más de los rojos. De modo que había que recobrar la cordura y gobernar como “Dios manda”, o sea: los poderosos de siempre a una multitud de hambrientos.

La Constitución que en la actualidad cimenta nuestro sistema de gobierno no se parece a la de Cádiz nada más que en sus buenas intenciones, por lo demás, nuestra monarquía permanece casi al margen de los politiqueos de turno y, en cuanto al clero, pues… ahora anda bastante atareado tratando de reclutar ministros de Dios aunque sean jóvenes sin trabajo, eso sí: que además de las ganas de salir de la inactividad, tengan vocación de servir al Altísimo.

Nuestra Constitución está muy bien ideada, tanto como La Pepa, o más, puesto que fue capaz, en su día, de reconciliar –aún a regañadientes– a los muchos frentes que había en liza. Lo grave es que algunos de sus capítulos fundamentales no se cumplen, y nuestra mal llevada democracia la ha hecho envejecer prematuramente hasta degenerar en un sistema que roza el totalitarismo, al privar a las clases trabajadoras de unos derechos adquiridos con sangre, sudor y lágrimas, como suele decirse. Además, nuestra actual Carta Magna pide a gritos unos cuantos capítulos más, el principal, sería que los corruptos devuelvan hasta el último céntimo robado, si no con dinero, atendiendo a enfermos, arreglando caminos o desbrozando montes. Si la corrupción bajara en nuestro país al 50%, casi saldríamos del atolladero en el que nos encontramos, y si se aplicara la misma vara a las administraciones públicas derrochadoras (que son casi todas) ya ni les cuento.

lunes, 5 de marzo de 2012

El tío Juan

El tío Juan confiesa no ser hombre de letras, ni tampoco de números porque cuando le hablan de millones y del Universo, le entra mareo. Esas cosas tan grandes, tan inabarcables para su naturaleza simple –asegura–, son propias de gente de estudios, y él lo único que estudió fue la forma de vivir de su trabajo con honestidad. Quizás es ese sentimiento, constreñido de ignorancia, el que le lleva cada día a las afueras de la ciudad, donde todavía se pueden apreciar algunos vestigios de lo que fuera la pequeña masía en la que sus padres les sacaron adelante a él y a sus dos hermanas.

Desde el otro lado de la alambrada, el tío Juan contempla con mirada acuosa los escombros de lo que fue la modesta vivienda, amontonados junto a otra pequeña construcción que antaño dio cobijo a la mula, aún se conservan en pie tres de sus paredes y parte del techo. Lo que antes fueron fértiles huertas, ahora lo ocupan pilas de puntales y toda suerte de trebejos comidos por la herrumbre y medio cubiertos por las malas hierbas, todo quedó hace tiempo preparado para construir. Al tío Juan le suena este término paradójico, un contradios, si se tiene en cuenta la desidia, la destrucción en que han convertido su querida huerta y la casa de su niñez y juventud. El esqueleto de una grúa se asemeja al de una descomunal cigüeña y preside el decadente paraje como testigo de la insensatez humana.

El tío Juan hace tiempo que no ve la tele, o apenas le presta atención, le entristecen sobre todo las noticias, porque todo lo que cuentan es malo; no hay trabajo que dé de comer a las clases trabajadoras; la industria, al parecer, ya ha fabricado todo lo que había que fabricar; la minería ha muerto; de la construcción mejor no hablar; la pesca no da para vivir, ni la ganadería, en nuestro país nada es ya rentable. Le viene a la memoria la época de pura subsistencia de su juventud, cuando, más que de lo que se ganaba, se vivía de lo que no se gastaba. Hasta hace nada se hablaba de progreso, globalización Comunidad Europea y, casi sin transición, han pasado a hablar de recortes y estrecheces cuya culminación y alcance real aún no conocemos y el tío Juan, desde su simpleza, se pregunta, en tanto que mira con patetismo su pequeña masía devastada: ¡A dónde coño nos van a llevar los que manejan los hilos de este sistema infame!
En fin –termina diciéndose impotente– seguramente, los que tengan estudios lo sabrán. Seguramente…