viernes, 18 de noviembre de 2011

La trampa de la botica

Cuando veíamos entrar al médico a una casa, a los vecinos se nos encendían las luces de alarma, pues sabíamos que la visita del galeno no se debía a un simple resfriado o a un arrechucho del reuma, sino que, en los más de los casos, suponía el preludio de otra visita: la del cura y el sacristán, ataviados y provistos de los aparejos pertinentes para administrar al enfermo los Santos Óleos. Y no es que el servicio de los médicos costase mucho en aquel entonces, es que los campesinos teníamos menos, aunque lo verdaderamente temible, más que el médico y el cura, era la botica, hoy llamada farmacia, que queda como más fino. Si el enfermo no se sanaba o moría en un tiempo razonable y el tratamiento se prolongaba unos meses, la deuda (entonces llamada trampa) acumulada en la botica, podía sumir a una familia en una situación de miseria, una miseria especial dentro de un estado de pura subsistencia; yo conocí a gentes que saldaron las trampas de la botica después de trabajar en la fábrica meses, y hasta años.

Por eso cuando abandonamos el ronzal de la mula y el azadón de destripar terrones para buscar refugio en la industria u otras actividades y nos vimos con una cartilla sanitaria en las manos, pensamos que se nos había aparecido, sino la Virgen, sí algún santo con gran influencia en el Cielo.

Esa seguridad –que además de social yo llamaría Vital– fue mejorando con los años hasta convertirse en un ejemplo a seguir por países que se precian de adelantados, hasta que comenzamos a perder la conciencia del gran logro alcanzado y nos desmelenamos pensando que esto era Jauja, emprendiendo una carrera de despilfarros en la que, en mayor o menor medida, todos nos implicamos. El lema era consumir mucho para fabricar mucho; la industria farmacéutica producía a todo trapo; las farmacias, antaño boticas, hacían su agosto desde enero a diciembre y los médicos (salvando honrosas excepciones) recetaban con asombrosa generosidad, si un enfermo necesitaba un tratamiento de 10 unidades, el producto venía en cajas de 30 y las 20 restantes terminaban –como dice mi amigo y colega V. Sanjuán en su artículo, publicado recientemente– en el cubo de la basura. Las gentes consumían pastillas como si fueran caramelos y abarrotaban los centros de salud como si de casinos gratis se tratase, entorpeciendo la labor de los facultativos y la atención de los que de verdad estaban enfermos, y todo ello con el consentimiento –¿tal vez el beneplácito?– de unos gobernantes descerebrados, convencidos de que el secreto de una economía estaba en consumir.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Un dios sin papeles

Son muchas las religiones, o credos, que tenemos en nuestro planeta. Muchas religiones y otros tantos dioses y, para cada religión su dios es el Único, el Verdadero, los demás son de pacotilla y a quienes los adoran se les tilda de infieles. A lo largo de la Historia esta abundancia de dioses fue origen de enfrentamientos sangrientos y de crueles infamias, pero como tales atropellos se cometían en nombre de Dios, del “Verdadero”, según cada religión, pues todo quedaba justificado, es más, suponía un mérito atesorado para entrar en el Reino de los Cielos.

Las cosas han cambiado –tal vez no para mejor– y en tanto que unos siguen actuando con el machete de destripar infieles en la mano y su dios en la mente, los hay que han cambiado el dios místico por el dios práctico: petróleo, territorios u otras riquezas que engrasan las ruedas del poder. Justo es añadir que en las más de las religiones hubo, y hay muchos de sus miembros, ejerciendo su teología en ayudar a los más desheredados de la fortuna, dedicando su vida, y perdiéndola en ocasiones. ¿Quién podría asegurar que estos seres, por su ejemplar comportamiento no me­rez­can ser elevados al rango de dioses?

Resumiendo: como cada ser racional tenemos el derecho inalienable a adorar al dios que mejor nos plazca, respetando a los dioses de los demás, hasta yo, dentro de mi humildad, hace tiempo que rindo culto a un dios hecho a mi medida, siguiendo los siguientes preceptos: gozar cada latido de mi existencia sin que ello vaya en perjuicio de alguien y, si daño u ofendo que sea por ignorancia y ruego a ese, mi pequeño dios, que me de las suficientes luces para pedir perdón al ofendido, así como resignación y entereza para soportar los malos tragos que la vida me tenga reservados.

Considero pecado muy grave el despilfarro, sobre todo si se trata de tirar comida a la basura o hacer mal uso del agua, teniendo muy presente que muchos seres mueren de hambre por carecer de un puñado de harina, así como muchas mujeres y niños se ven obligados a recorrer grandes distancias bajo un sol de infierno para acarrear un cántaro de agua turbia. Mi pequeño dios se llama Conciencia y se acuesta todas las noches conmigo, siendo un buen compañero de cama que vela mi descanso, o un aguijón que no me permite un instante de sosiego, según haya sido mi comportamiento ese día y, eso sí: no es un dios con brillante biografía milagrera ni me promete la Gloria o me amenaza con el Infierno, tampoco se define como único y verdadero, es un dios… humilde, sin papeles.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Son muchas cosas

Merece ser destacada la actitud impecable de los señores Zapatero, Rajoy y Rubalcaba en sus primeras declaraciones, tras el esperanzador cariz que han tomado las cosas en el País Vasco.

Se ha alcanzado un logro digno de llamarse histórico, para los vascos en particular y para los españoles en general, por más que suenen voces disonantes que pretendan minimizar, y hasta ningunear su trascendencia.

Más de 40 años de terror y 829 familias destrozadas por la sinrazón, suponen tal cantidad de dolor que el tiempo será capaz de suavizar, pero nunca de borrar, aunque ello no es óbice para que pensemos que no es menos importante, los muertos que podemos ahorrarnos en el futuro si las cosas en el País Vasco comienzan a transitar por caminos más civilizados y, creo que por fin, tenemos fundados motivos para pensar que así habrá de ser.

Exponiendo todos los matices y peros que se quiera (que los hay y muchos) no se puede negar que el paso que se acaba de dar puede marcar una línea entre un pasado sangriento e inútil, y un futuro complejo a más no poder, pero en el que las cosas se litiguen por la vía del diálogo y a través de las urnas; que las armas de matar se callen de una maldita vez y que los instintos criminales se entierren en el zulo más profundo.

La sociedad vasca es compleja, cualquier sociedad lo es; pero en aquella tierra existe una raíz nacionalista muy profunda que la hace más compleja todavía.

Quienes no albergamos ese sentimiento separatista porque nuestra nación es el mundo, nuestra patria la tierra que nos da de comer y las fronteras nos causan claustrofobia, no logramos asimilar esa forma de pensar y sentir, pues no se puede entender lo que no se siente; pero creo que tenemos la obligación de respetar esas ideas independentistas, porque, posiblemente, sean tan legítimas y dignas de respeto como cualquier otra, siempre, claro está, que sean defendidas con razones, no con bombas, secuestros y tiros en la nuca.

Por todo ello, el nuevo camino por el que habrán de circular las relaciones entre vascos y Gobierno Central no va a ser un lecho de rosas, puesto que son muchos los vascos que esto de ser españoles se lo toman con el mismo deleite que los niños de mi generación nos tomábamos una tacita de aceite de ricino. Y eso que nuestros mayores nos decían que aquello era mano de santo. Sí, son muchas cosas.