Ahora, a punto de cumplir mis noventa años, aprovecho los, cada vez más escasos rayos de lucidez que se escapan por entre las turbulentas nubes de mi demencia, y me pregunto qué sería de aquel niño-dios que nació para erradicar la injusticia del mundo y otra vez, como antaño, me siento sola. Sola y perdida, aquí, en mi humilde cuarto de asilo.
El día se ha escapado por los cerros huyendo de la implacable oscuridad, y llega esa hora fatídica en que la luz del Astro Rey ha muerto y las estrellas todavía no han nacido. Es el momento más temido; imploro desde las tinieblas de mi mente atormentada la presencia del abuelo Ramiro. Ahora vendrá a rescatar a su niña chica de los miedos que la agobian; me cobijará con su presencia impregnada de olor a romero y tabaco de pipa. Apoyará sus recias manos en mis hombros de cristal, sus labios tibios en mi frente de niña y me susurrará al oído: ya estoy contigo, Inés. Mira por la ventana y verás como, hasta en la noche más negra, me encontrarás a mi para protegerte.
Al otro lado del cristal ya puedo contemplar la noche pintada con polvo de estrellas, en tanto que la luz de mi mente languidece. Antes de sumirme en ese pozo sin fondo en el que no sabré quién soy ni dónde me encuentro, he de hallar los barcos y los pájaros de papel que me hacía el abuelo, ellos me rescatarán de mi angustia y me llevarán a mundos de luz y nubes de algodón de azúcar.
FIN
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