miércoles, 13 de julio de 2011


SUEÑOS



Me he detenido al llegar frente a su ventana. Ella, como siempre, está al otro lado, de perfil, atenta a esa labor que tiene entre manos y que yo desde la calle no puedo apreciar. El cuello ligeramente en escorzo y el pelo castaño descansando dócilmente sobre su hombro, deja entrever la nuca desnuda, de color casi canela, donde se insinúa un latido tibio, una invitación a la caricia.

Permanezco allí quieto, contemplándola y conteniendo la respiración unos minutos, o tal vez horas o, quién sabe si siglos, puesto que en los sueños no hay reloj ni calendario capaz de medir el tiempo.

La calle está solitaria, sólo transita por ella el viento de una tarde de otoño, arrastrando consigo hojas amarillentas e ilusiones tardías, tal vez muertas.

Me resisto a moverme. Quisiera que mis pies se enraizaran al suelo para que esta mágica contemplación no terminase jamás, pero sé que esto es imposible. He llegado a conocer mi sueño a fuerza de soñarlo muchas veces. Sé lo que va a ocurrir en cada momento, sé que es un sueño, mi sueño, pero no puedo alterar ni un detalle, él me arrastra una y otra vez, inexorablemente, hacia ese final incierto, que me despierta con el alma agarrotada por la angustia y la ansiedad, la maldita ansiedad latiéndome en las sienes.

Cuando, ya despierto, logro convencerme de que el motivo de mi agitación sólo era un sueño, El Sueño. Vuelvo al sosiego de mi descanso, pero pronto, la fantasía onírica comienza otra vez a adueñarse de mi mente y me traslada a aquel pueblo, casi aldea, donde nací y viví mi niñez y mi adolescencia. Sé que ahora caminaré los pocos pasos que me separan de la puerta. Tocaré sobre la recia tabla con la mano extendida y al momento saldrá a abrirme la mujer ataviada de riguroso luto. Me observará comprensiva desde la bondad de su mirada oscura; me precederá hasta la habitación de ella y empujando suavemente la puerta, como temerosa de despertar a alguien o de romper algún hechizo, me dirá:

-No te tortures más, zagal. Ella hace más de treinta años que no está aquí. Tienes que resignarte, hijo.

Mi alma, toda, vuela hacia la silla vacía. Luego recorre la pequeña habitación. La ventana de mis sueños vista desde dentro. Sobre la pequeña mesa de costura, un paño blaquísimo con delicados bordados a medio hacer. Sobre él, unas pequeñas tijeras entreabiertas y un dedal. Encima de la silla en la que ella debía estar sentada, una canastilla de delgados mimbres, contiene un acerico y bobinas de hilo de distintos colores. La pared del frente la adorna un cuadro del Sagrado Corazón y bajo él, un viejo aparador donde reposan dos fuentes de Níjar y unas cuantas fotografías de familia. La presencia de ella parece respirarse todavía en el silencio de la estancia.

Al fin me daré la vuelta y cruzaré de nuevo el portal de la modesta casa, bajo la mirada piadosa de la mujer enlutada. Al traspasar el umbral, el sueño me vaciará en la realidad, sin compasión, dejándome inmerso en un cruel desamparo, como a un molusco que le desnudan de su caparazón y le abandonan en carne viva en la aridez de un camino.

Luego, a medida que avanza el día, lo cotidiano hará que mi razón vaya recobrando su pulso normal, aunque el rescoldo de mis visiones oníricas permanecerá en mí, agazapado en algún rincón oscuro de mi mente, lleno de sugestión y de terrible amenaza. Hará cosa de un año, quizás no llegue, que me viene perturbando este sueño y, aunque con pequeñas diferencias, la historia siempre viene a ser la misma.

La primera vez me causó cierta sorpresa que acudieran a mi mente en forma de sueños, pasajes de mi primera juventud (casi mi adolescencia) después de transcurridos más de cuarenta años, ¡toda una vida!, llena además con sus etapas necesarias: familia, trabajo y un buen repertorio de ambiciones o metas a cubrir... Una vida en la que no quedó mucho sitio para andar rumiando viejas nostalgias o haciendo cábalas sobre lo que el Destino se empeñó en matar cuando apenas había nacido.

Si, aquella primera o, primeras veces, este sueño me proporcionó una especie de sosegado bienestar. Fue como insertar un paréntesis en el desarrollo normal de mi vida, como esa pausa que nos proporciona releer un libro que muchos años atrás nos impactó, o al menos nos emocionó. Luego, a medida que el sueño se ha ido repitiendo, ha despertado mi curiosidad o, ¿tal vez necesidad? Obligándome a forzar la memoria para componer, o recomponer aquella lejana, tierna y, a la vez trágica historia vivida por mí y por la enigmática chica del otro lado de la ventana.

La verdad es que ésta, mi historia, no tiene nada de novedosa, puesto que es la historia de cientos, de miles de jóvenes que sienten en su ser las primeras llamaradas de amor y las viven apasionadamente, llenas de sinceridad y también salpicadas por las torpezas propias de la inexperiencia, claro.

Es normal que a la edad de quince o dieciséis años, una pareja de jóvenes se sienta atraída mutuamente hasta el punto de, saltándose todas las reglas, buscar los lugares más solitarios, donde dar rienda suelta a sus pasiones ardientes, nacidas con tan imperiosa fuerza.

Bueno, la verdad es que en aquellos años, los asuntos de la moral y la decencia se llevaban casi con rigor de hoguera, algo que en circunstancias menos cerriles debería haber sido normal, descendía al nivel de lo indecente, de lo escandaloso, he de reconocerlo.

Nuestras escapadas venían a recalar indefectiblemente en las orillas del río. Las frondosas alamedas y las tupidas macolladas de sauces, cuyas ramas luengas llegaban a lamer la corriente, nos proporcionaban el cobijo que nuestro apremio necesitaba. Era aquel un mundo verde, alejado de todos, cargado de murmullos –el agua, los pájaros– que incitaba a liberar nuestros sentimientos sin ningún tipo de traba y, ¡cómo gozábamos aquella libertad prohibida!

Luego, satisfechos y dichosos, cruzábamos el viejo puente de madera y volvíamos al pueblo por el camino de la vega, así se lo llamaba. Las gentes intercambiaban miradas, murmuraban de nosotros Dios sabría que cosas, pero nos daba igual. Sabíamos, eso si, que si nuestra relación llegaba a romperse, a ella no se le acercaría ya ningún joven, al menos con “buenas intenciones” pues todo el mundo sabía de nuestros apasionados amores. Por ello, la posibilidad de que lo nuestro acabara sólo podría traerla la muerte. Hasta ahí llegaba la garantía de nuestro amor.

Recuerdo que nuestro romance tenía sus particularidades ¡qué duda cabe, qué historia de amor no las tiene, de ahí su singularidad! Cuando volvíamos al pueblo, al cruzar sobre el puente, ella se detenía y se ponía a mirar las aguas revueltas y fangosas con obsesiva fijeza. Yo veía cómo el rescoldo de pasión recién vivida del fondo de sus ojos era suplantado poco a poco por el reflejo de las turbulencias arcillosas del agua. Si un día me dejaras –me dijo en alguna ocasión, sin apartar la mirada del infierno líquido– me arrojaría al río y luego volvería a por ti, dicen que los ahogados tienen poderes que no tienen los demás muertos. Bah, no digas tonterías –respondía yo–, sabes que no me gustan estos juegos –a lo que añadía ella sentenciosa–. Si pensarás las cosas con más profundidad y me conocieras de verdad, sabrías que no es ningún juego. La fijeza hipnótica con que miraba las aguas y la solemnidad con que pronunciaba estas palabras me helaban la sangre y, aún ahora, después de tantos años, no puedo evitar un extraño desasosiego al recordarlo.

Sí, había en ella facetas que yo fui descubriendo admirado, que se salían de lo normal en una chica de su edad o, creo que se salían de lo normal en cualquier ser humano. Un día, estando tendidos muy cerca del agua, bajo un viejo y frondoso sauce, oímos una especie de siseos muy cerca de nosotros. Yo me quedé paralizado cuando miré en aquella dirección y vi, en el cuenco de un viejo tronco, una culebra semienroscada que no parecía muy conforme con nuestra proximidad.

Cuando mi compañera vio de qué se trataba, se fue hacia el ofidio con absoluta naturalidad y comenzó a hablarle ternezas y a acariciarle hasta lograr tranquilizarlo. Al momento lo cogió y se lo puso en su regazo; el bicho se deslizaba por entre sus manos y sus brazos sin el más leve signo de atacar ni de huir. Luego lo depositó sobre la hierba y el animal se alejó reptando sin prisas, no sin antes haberse orientado sobre el mejor rumbo a seguir.

Es una hembra –me aclaró–. Estaba un poco inquieta porque ha llegado su época de celo y no ha encontrado todavía machos con los que aparearse.

Yo apenas podía centrarme en el significado de sus explicaciones, porque mi mente estaba ocupada preguntándose qué extraños poderes tenía para haber manejado al reptil como a un mimoso gatito...

Para el amor son insaciables –prosiguió vehemente sus explicaciones–. La hembra es de mayor tamaño que el macho; puede aparearse con dos, tres y hasta cuatro machos, ininterrumpidamente, en una misma sesión.

Si, estos y algunos detalles más, eran los que me hacían pensar que ella llevaba dentro algo que no era de este mundo. Y son estas extrañas particularidades las que ahora, al revivir todo aquello y acuciado por la tenacidad de mi sueño, se perfilan en mis recuerdos con acuciante vigencia. Hasta el punto de hacerme sentir miedo.

Miedo a la noche, a aquella calle de aldea con su ventana, con ella al otro lado atrayéndome, joven y enigmáticamente bella, inalcanzable. Miedo también al día, porque se me irá desmenuzando aquel romance hasta en sus más mínimos detalles. Porque volverán a helarme la sangre sus sentencias sobre el viejo puente de madera, con la agitación de los turbios remolinos del río como únicos testigos.

Y otro miedo más, el que no ha dejado de acompañarme a lo largo de tantos años: desde el día mismo en que abandoné la aldea precipitadamente, con la conciencia atormentada por haber dado muerte a aquel guarda rural...




***









II


Veo amanecer a través de los cristales del tren, empañados por el rocío. Lo que hasta ahora había sido negrura y vacío, con algunos pequeños grupos de luces entristecidas y lejanas, se va transformando en pueblos de color terroso, con paredes de tapial, despellejadas, o extensiones calvas y pardas de labrantío. Es la ancha y sobria Castilla. Cuando quede atrás entraremos en la cordillera y el tren me dejará en la pequeña estación –casi apeadero–, donde habré de caminar casi dos kilómetros hasta mi aldea.

La única emoción que siento al volver a mi tierra después de tantos años, es el deseo de llegar de una vez al fondo de esta situación absurda en la que me veo envuelto desde hace unos meses, casi un año. Necesito salir de esta pesadilla. De este sinvivir. Y el único medio –no sé siquiera por qué tengo esa certeza– es verme con mi antigua novia, tener una apacible y sosegada conversación con ella. Seguro que repasaremos benevolentes aquel lejano episodio de nuestras vidas y todo quedará en un apretón de manos y una sonrisa de mutua comprensión.

La aldea no ha cambiado mucho, aunque mi memoria, después de tanto tiempo, tampoco creo que guarde en su archivo un retrato muy exacto de cómo era antes. Algunas de las casas que yo conocí están deshabitadas, semiderruídas, y otras han sido restauradas, tal vez hechas nuevas y, no tienen mucho que ver con lo que yo conocí, o guardo en la memoria.

No puedo evitar un gran vacío en lo más íntimo de mí, al descubrir que de la calle y la casa de mi sueño apenas queda algún vestigio que la identifique.

La calle, antaño de tierra apisonada, ahora está asfaltada y hasta tiene sus aceras; y la casa de planta baja y la ventana de mis sueños ya no existen. En su lugar hay un edificio gris, de tres plantas y los bajos son una especie de bazar de <>.

Me encamino hacia el río, descendiendo una empinada cuesta circundada por moreras jóvenes. Suspiro aliviado al divisar allá abajo, entre el hueco de dos alamedas desnudas de hojas, el viejo y destartalado puente de madera.

El puente tiene una cadena cerrando su entrada desde el pueblo y un cartel con su escueto mensaje: <>. Haciendo caso omiso de la advertencia, paso por encima de la cadena y camino casi hasta la mitad de la corriente, no sin cierta aprensión, puesto que el carcomido maderamen se queja tenuemente a cada paso que doy.

El agua, a unos tres metros bajo mis pies, continúa formando aquellos remolinos de mi juventud, como caracoles que la corriente engulle al poco de haber nacido. Mis ojos siguen con obstinación esos turbios remolinos desde que nacen hasta su desaparición.

Hay algo mágico en este renovado, inacabable ciclo, que me espanta y a la vez me atrae.

Vuelvo otra vez a la aldea, ahora por el camino de poniente, por el Camino de la Vega, por el que tantas veces había pasado junto a ella, hombro con hombro, intercambiando caricias clandestinas y miradas cómplices. Me cruzo con gentes que no conozco; ni siquiera me conozco a mí mismo, creo, en este lugar tan extraño, tan lejano...

No tengo más remedio que dirigirme a la casa de mis tíos, la única familia que había conocido desde mi niñez, puesto que de mis padres, hermanos y esa familia que todo el mundo suele tener, yo nunca conocí a nadie, sólo sé lo que me contaron de chico: que mis padres habían muerto por “cosas de la guerra”. Ni siquiera sé con certeza si mis tíos eran mis tíos y mis primos mis primos.

Tengo miedo de que tampoco la casa esté donde le corresponde, pero sí, allí está y además, apenas ha sufrido reformas.

Uno de mis primos es el único vestigio de lo que fue mi familia, los demás se fueron de la aldea o han muerto. Él vive con su esposa y una de sus hijas, aún soltera. Cuando me doy a conocer, lo hago con el ruego de que se mantenga en la aldea el secreto de mi identidad.

-No será difícil lograr que nadie sepa quién eres –me dice mi primo cuando nos quedamos solos, aprovechando las últimas brasas del fuego– lo difícil sería lo contrario, después de tantos años.

-Si, son muchos años –asiento– pero las autoridades, la justicia, tienen muy buena memoria.

Veo el desconcierto pintarse en el rostro enteco de mi primo.

-Si, hombre –insisto– por lo de Antonio, El Garín, el guarda, ya sabes...

-Ah si, El Garín, ¡Buena pieza el tal Garín! Vivió como un cualquiera y murió hecho un viejo borrachín, despreciado por todos. Aquello que os hizo a la chica y a ti, lo pagó a buen precio, como debe ser.

-Si, –continúa mi primo tras un corto silencio –apenas hace seis u ocho años que se lo encontraron muerto una madrugada, a consecuencia de una de sus borracheras, claro.

Comienzo a tener la sensación de que hablamos de la misma historia, pero con resultados distintos.

-Quien ha pagado un precio demasiado alto soy yo –digo con un hilo de voz. Y tras una leve meditación–: he pasado casi toda mi vida pensando que le había matado ¡sintiéndome un asesino!

-¡Cielo Santo! –Exclama mi primo cubriéndose el rostro con las manos– ¿de verdad creíste que lo habías matado?

-Si. Tenía la cabeza ensangrentada y no se movía… Por eso huí a donde nadie pudiera encontrarme.

-De todas formas –agrega mi primo–, no lo hiciste muy bien, que digamos. Podías haberte preocupado (por algún medio discreto, creo yo) de averiguar que había pasado en realidad. Aquella pobre chica no merecía que desaparecieras de la forma que lo hiciste, sin dejar rastro. Era muy entera ella. Vinieron los guardias civiles de Soto Hondo y les contó cómo El Garín te encañonó con su carabina. Quería amarrarte a un álamo y violarla a ella, que aprovechó un descuido para estamparle un peñasco en la cabeza. Apenas habían terminado de curarlo, se lo llevaron a la cárcel de la capital y estuvo diez u once meses, creo recordar.

A duras penas puedo disimular mi estupor. ¡Cielo santo! Me he pasado la vida tratando de acallar mis remordimientos, con la sombra de una muerte pesando sobre mi conciencia. De una muerte que nunca cometí.

-Y... ¿Y ella? –Pregunto casi en un gemido. A mi boca llega sólo un sabor seco y amargo. Ahora es mi primo quien me mira sin entender.

-¡Cómo! ¿Tan lejos te fuiste que no te enteraste de lo que pasó?

-Si. –Asiento con repetidos movimientos de cabeza–. Tan lejos.

-Pues... –titubea antes de comenzar– se la veía por ahí, por esos caminos, por las alamedas, por las orillas del río, igual de día que de noche, andaba como a lo suyo, ya sabes, sin hacer caso de nada ni de nadie. Unos decían que estaba loca, era como un alma en pena que no encontraba sosiego en ninguna parte.

Casi no me sorprendo cuando mi primo me dice que unos meses después de mi partida, encontraron su cuerpo unos dos kilómetros río abajo, en el remanso del aserradero.

-Se conoce que le dio algún mareo y cayó al agua. Se pasaba las horas muertas apoyada en el pretil del viejo puente de madera. Su madre, la pobre, aseguraba que habría sido algún trastorno, o mareo, ya que de últimas casi no comía. El cura –ya sabes tú como eran los curas de antes–, no consintió que se enterrara en tierra cristiana. La enterraron en ese corralillo apartado en el que no se ven más que ortigas y zarzas; donde entierran a los desgraciados, tú ya me entiendes, a los que se suicidan.

***




III


La pequeña estación está desierta a estas horas de la tarde, sólo estoy yo, sentado en un banco, con mi pequeña maleta al lado. Hace un tiempo desapacible, con densos nubarrones negros que pasan presurosos, como si los agobiara el apremio de llegar a algún lugar concreto, haciendo que el sol, cerca ya de su ocaso, aparezca y desaparezca dando a la tarde invernal un continuo sombraluz, como si el astro rey naufragara en un mar hostil.

Comienzo a no encontrarme bien, estoy como destemplado. Tengo escalofríos y noto cómo una angustia que me nace desde muy hondo. Trato de distraer la casi media hora que falta para que llegue mi tren, acechando el tenue temblor del suelo que anuncia el lejano rodar de otro tren. Luego oiré su pitido, al pasar frente al pueblo y al poco, pasará a escasos metros de mí, con su gran estruendo. Con su interminable hilera de ventanillas iluminadas, a través de las cuales, casi da tiempo a ver calor humano, calor de vida que ha llegado de improviso y huye rauda por las vías infinitas. Aparecer y alejarse. Morir cuando apenas se ha nacido, como los pequeños remolinos del río, bajo el puente de madera.

No, no me encuentro nada bien. Mi respiración se ha ido acelerando, como si todo el aire del mundo no fuera suficiente para abastecer a mis pulmones. Y esa descomposición, esa angustia, va en aumento. Los dientes comienzan a castañetearme. Miro a mi alrededor y no se ve un alma. Es triste sentirse morir sin alguien que te ofrezca siquiera una palabra de aliento. Siento que me derrumbo sobre el banco y no puedo evitar mi caída.

Al poco ya no me duele nada. Todo es calma. He vuelto a la calle de mis sueños, a la de antes, a la de siempre. Con su casita humilde de planta baja. Con su ventana encristalada. Ella sale a la puerta y al verme, se dirige a mí sonriente, bella como una diosa pagana. Trae sobre el brazo una tela blanquísima, sí, es la que siempre estaba bordando, la que en todos mis sueños yo encontraba sobre la mesa, cuando ella ya no estaba. Al llegar a mí me besa y sin dejar de sonreír, se echa sobre sus frágiles hombros parte de la tela blanca, el resto lo echa sobre los míos y enlazados por la cintura caminamos calle abajo, sonrientes y dichosos. El suelo, de tierra apisonada, se va transformado en agua poco a poco hasta terminar poblándose con los pequeños remolinos del río.

FIN


viernes, 3 de junio de 2011

Hasta siempre, amigo Ximo

















Quince años, los mejores de nuestra juventud, trabajamos juntos en la empresa Coloma y Pastor. Aunque en el sentido más limpio de la expresión, siempre sentí envidia de tu carácter abierto y bullanguero, porque con tus bromas y chirigotas hacías andar más ligero el reloj tedioso que marcaba las horas de la fábrica.

Nuestra posterior vecindad en el barranco de La Boquera siguió tejiendo aquella sana amistad, allí compartimos la crianza de nuestros hijos entre chirigotas, y buenos ratos de palique, aliñados con algún que otro trago de aquel vino que nosotros mismos elaborábamos, cuya única denominación de origen consistía en nuestra paternidad y que nos sabía a gloria bendita.

Recuerdo cuando colocabas a tu perro Yaki contra la pared, le cantabas la lágrima que había perdido Peret en la arena de quién sabe qué remota playa, y el chucho simulaba acompañarte a la guitarra. Siempre pensé que el animal lo que hacía era rascarse las pulgas, pero tú tenías el arte de hacernos oír hasta las notas de la rumba acompañando a tu voz de trueno.

Pobre Yaki; un día vio subir por el camino a un caballo y traspuso corriendo hacia los Carrascales como alma que lleva el diablo; seguramente vio en el caballo un perro de tamaño gigantesco. Nunca volvimos a ver al inocente chucho. Ahora, más de veinte años después, pienso si no seguirá corriendo despavorido por esos montes de Dios.

Escribo este artículo (o lo que sea) bajo el porche de mi caseta, con los ojos puestos en la que antaño fue la tuya y la memoria en tu realidad, que siempre superó a mi fantasía, mientras bebo a pequeños sorbos este vino sin nombre, pero con alma. El Sol agoniza por las cumbres del puerto de Biar envuelto en nubarrones pardos que visten de luto a la anochecida; hasta el canto del ruiseñor suena más triste desde las umbrías de los zarzales. Yo brindo, no ya por tu salud, puesto que ésta te ha dejado, pero sí porque existan otros mundos en los que puedas estar entre pájaros que acudan a tus silbidos de reclamo y perros ingenuos que toquen la guitarra; así te recordaré el tiempo que me quede de estar por estos pagos.

Justificar lo injustificable

Difícil tarea le cayó en las manos al secretario de Interior catalán para explicar la actuación de sus policías autónomos contra los jóvenes acampados en Plaza de Cataluña. La vacuidad de su discurso casi era digna de lástima, pobre hombre, lo más “brillante” que nos contó fue que los hechos se analizarían la semana siguiente. La palabra análisis la pronunció (tuve la curiosidad de contarlas) 17 veces en su vacío discurso, en tanto que se bebía casi dos jarras de agua y, es que claro; quizás pensó que lubricando su propio gaznate, lograría hacernos tragar la milonga que nos estaba contando, sobre la ineludible necesidad de la intervención policial contra la congregación de jóvenes que piden una democracia real en la que, entre otras muchas cosas, no andemos tan pobres de justicia social.

Los jóvenes han despertado, al fin, de ese largo invierno de más de 40 años en el que permanecieron aletargados (si los cuarenta años del franquismo fueron negros, los del pasotismo juvenil los calificaría de grises) y este despertar, está poniendo nerviosos a ciertos sectores de la política. Creo que lo que más crispa a estos sectores es que los manifestantes exponen sus criterios desde la sabia consigna del respeto, la no violencia, saben que a las autoridades la mejor forma de joderlas es obedecerlas; demostraron una gran templanza aguantando los estacazos de los “encargados del orden” amontonados en el suelo, comiéndose su rabia y sus razones.

Desde hace un tiempo vengo ¿temiendo? una revuelta social que, al menos, pusiera freno a tanto desatino, algo, que nuestra vapuleada sociedad estaba pidiendo a gritos. Pero me preocupaba imaginar a cientos, miles de padres y madres en las calles reclamando comida y cobijo para sus hijos y éstos, pueden estar seguros, no iban a ir en plan de cancioncitas ni de hacinarse para que los apaleasen los agentes de las porras. Yo, desde mis 66, me sumo a estos jóvenes para decir que los ciudadanos no militantes de ningún partido, ya estamos ahítos de listas electorales cerradas; de mantener un colosal aparato burocrático que nos come por los pies. De paraísos fiscales y de que sea la gran economía de mercado quien gobierne a nuestros gobernantes y, puestos a pedir, que a los políticos que han estado envueltos en casos de corrupción, se les aplicara una orden de alejamiento de los lugares en los que hay dinero público y se les colgara un cascabel para saber por donde andan ¡casi na, lo que pido!

jueves, 21 de abril de 2011

EL MANANTIAL DE LA MORA


Primer relato de la trilogía Amores perdidos


Aunque la aldea es la misma que dejó hace tanto tiempo y todo continúa en el mismo sitio, Ginés la ve empequeñecida. Será sólo en apariencia –piensa– porque él la contempla ahora, después de haberla guardado idealizada en la memoria de su juventud. Después de treinta y siete años viviendo entre altos edificios, la realidad le ha encogido los recuerdos en la misma proporción que ha erosionado sus fuerzas. Su juventud quedó ya muy lejos, piensa Ginés mientras una resignada sonrisa, o tal vez un rictus de amargura, deja apenas entreabrir sus labios.

Las casas, de una, o todo lo más dos plantas, se le presentan con sus paredes panzudas y tejados gibosos, en los que el jaramago ha afincado sus raíces aprovechando las grietas y alimentándose del polvo de muchos veranos y la humedad de las lluvias y nieves invernales. El trazado de sus calles parece reñido con el más leve asomo de orden o simetría. Son angostas y tortuosas como las ramas de una higuera. El pueblo, en su conjunto, visto desde las alturas, debe ofrecer el aspecto de un puñado de casas de juguete arrojadas a la ladera por la mano de un niño, o de un loco.

Ginés, con las manos hundidas en los bolsillos del chaquetón y la mirada vagando por los lomos de los cerros de enfrente que circundan el estrecho valle, camina despacio, llegando a la serena conclusión de que el pueblo, su pueblo, dentro del aparente desorden, guarda un orden extraño, pero preciso, personalísimo, ahora se da cuenta, al observar detenidamente sus alrededores; permanecen intactos. El pico de las Águilas, por donde coincide la salida del sol las mañanas del cinco al doce de mayo de cada año. Los dos cerros gemelos, por entre los que trepa culebreando la carretera que lleva a la capital y, junto al riachuelo, donde termina el pueblo y comienzan los primeros huertos del valle, el molino del tío Curro, a escasos metros del Manantial de la Mora.

Aquí se le reverdecen los recuerdos hasta hacerle tragar una saliva amarga, como si le hubiesen hurgado en las entrañas soliviantándole las bilis. Trata de espantar esa sensación perturbadora diciéndose que tal cantidad de años son tiempo suficiente para haber sepultado en el olvido faltas cometidas en la juventud, pues, aunque los lugares sean capaces de ver pasar hasta siglos sin alterar su aspecto, las gentes cambiamos. Igual que ahora se le antoja el pueblo más pequeño que cuando lo dejó, los recuerdos deberían haber sufrido parecida transformación. Sin embargo no es así; éstos se agigantan en la mente como los fantasmas en las noches de insomnio.

Inmerso en estas elucubraciones, el hombre camina lentamente, impulsado más por el estigma de su pasado que por sus piernas reumáticas, se detiene cada pocos pasos, cada rincón le trae a la memoria una historia de su niñez, cada esquina una cita con la promesa, o la posibilidad de un amor. Sus pasos, cansados y nostálgicos, rumiando antiguas ilusiones y reviviendo pesares, lo llevan al Manantial de la Mora o, de la Encantada, como también solían llamarla, debido a las fabulosas historias que sobre dicho manantial se habían venido contando desde tiempos inmemoriales, de abuelos a nietos, amenizando las largas veladas de invierno al calor del fuego, mientras el cierzo gemía en los aleros de los tejados y algún lobo solitario lloraba a la muerte o cantaba al amor desde los cercanos cerros.

El ciclo vital de las personas es infinitamente más corto que el de las cosas; lo pone de manifiesto el que ellas continúan ahí, viendo imperturbables pasar los días, las estaciones y los años, sólo puede transformar sus perfiles un cataclismo, o la erosión de los siglos. Las gentes sólo necesitan unos pocos años para cambiar sus costumbres y modos de vida, piensa Ginés para sus adentros, los abuelos o padres de ahora no se sientan con sus hijos o nietos a contarles historias de encantamientos al amor de la lumbre, para eso está la “tele”, que lo ofrece todo en bandeja, hasta imágenes en las que pueden contemplar cómo otros niños mueren de hambre, o despanzurrados por los artefactos que han inventado los mayores.

El Manantial de la Mora no se ve, casi oculto por los viejos olmos que lo separan del camino que baja hasta las huertas, pero a Ginés le basta el olor a raíces mojadas que le inunda los sentidos, para saber que también sigue en el mismo sitio. Poco más abajo está el molino, a unos cincuenta metros escasos, al que las copas de los olmos sólo dejan ver el tejado y una de las ventanas de las habitaciones de la planta superior. El trozo de pared que puede ver y parte del tejado, parecen haber sido restaurados recientemente. Algún caprichoso de la ciudad lo habrá adquirido para habitarlo en épocas vacacionales, se dice Ginés.

Antes siquiera de llegar a la fuente, ya la ve, o la presiente con los ojos de la memoria. Es de forma ovalada y no tendrá más de cinco o seis metros de perímetro. La cerrada sombra de los olmos da a sus aguas un color verdinegro y en varios puntos de su superficie, brotan mansamente hervores que otorgan al manantial relieves inquietantes: semeja una gigantesca olla en ebullición que se desborda por el portillo de uno de los extremos y, formando una acequia, se pierde en las inmediaciones del molino. Y era allí, en un ribazo cercano a la acequia, sobre aquella hierba eternamente fresca e impregnada de aromas, donde solían sentarse él y María los atardeceres del último verano, arrullados por el monótono rumor del agua al despeñarse desde el tenebroso manantial a la acequia, donde los últimos claros del día, teñían la corriente de tonos violáceos, ennobleciéndola. María miraba el discurrir del agua mientras él besaba su pelo, acariciaba sus manos y le susurraba hermosas promesas al oído.

Cuando agonizaban los últimos resplandores del crepúsculo, él y María buscaban el oscuro abrigo de los olmos, al borde casi del manantial y allí daban rienda suelta a sus sentidos, bebían los ardores de su amor cada anochecer, con la certidumbre de que éste era tan inagotable como el agua que brotaba a escasos metros de sus cuerpos, aquel agua ahíta de misterios y de siglos, ¡pobres ilusos!, se repite Ginés. Qué equivocados estaban. Aquel gran amor sólo duró lo que las hojas en los olmos. ¿Por qué no existirá una llave capaz de detener el reloj que mide horas tan dichosas? Ellos no tendrían más de dieciocho o diecinueve años. Recuerda la mirada entre asustada y ardiente de ella, sus ojos eran ventanas abiertas por las que se veía la transparencia de su alma todavía ingenua. Qué habrá hecho el tiempo de aquella mirada. Qué habrá sido de ella, su María casi niña y sin embargo… ¡tan mujer!

Las últimas noticias que tuvo de ella, se las proporcionó un paisano, otro inmigrante, en Alemania, unos cinco años después de haber dejado el pueblo. No podían ser peores. María estaba en la cárcel; había matado a su marido a los dos años escasos de haberse celebrado su matrimonio. No resultaba nada fácil hacerse a la idea de que María, su dulce María, hubiera sido capaz de matar a alguien, ni tampoco de que se hubiera unido en matrimonio a un ser tan primitivo y cazurro como Miguel “El Railero”.

Si, se sigue diciendo Ginés, aunque la aldea y sus contornos apenas han cambiado, las pocas personas con las que ahora se ha cruzado por las estrechas callejuelas y por los alrededores de la aldea no tienen nada que ver con las que guardaba en su memoria. De aquellas, seguramente, no queda ninguna viva y si lo están, Dios sabrá por qué lejanos lugares del mundo o, tal vez sólo existían entre los fantasmas de sus recuerdos, rememorados durante treinta y siete años, mezclándolos con las vivencias de cada día hasta idealizarlos. Habían sido años de fatigas y nostalgias, aunque también de ilusiones y, hasta de algunas metas logradas, pero, anteponiéndose a todas estas vivencias, recuerdos y sensaciones, siempre prevaleció, en el rincón mejor guardado de su alma, El manantial de la Mora y los amores vividos junto a sus aguas.

Y allí está la fuente de sus nostalgias. Sus aguas siguen emergiendo oscuras, en mansos borbotones; parecen ser las mismas que vieron discurrir sus amores con María hace… una vida casi entera, aquellos amores primeros y puros como ya jamás vuelven a vivirse otros, los que dejan una huella que no llega nunca a borrarse del todo.

Hay una mujer vieja sentada sobre un tronco caído, en el lado opuesto al que ha entrado Ginés. La ve cuando su vista se habitúa a la semipenumbra que proporciona el tupido ramaje de los olmos al manantial y a sus contornos. La vieja viste de riguroso luto, como las viejas antiguas de los pueblos antiguos, costumbre que en nuestros días, piensa Ginés, afortunadamente ha caído en desuso. Un pañuelo amplio, e igualmente negro, cubre su cabeza y cae sobre sus hombros terminando anudado a su pecho, completando su austera indumentaria. La mujer enlutada contempla absorta los hervores del manantial, como si éste, en el fondo cenagoso de sus entrañas, guardara alguna respuesta a las zozobras que parecen atormentarla.

Ginés le da las buenas tardes y la contempla unos instantes, como esperando una respuesta que parece no llegar. Al fin, la mujer, como si la arrancaran de una especie de hechizo, aparta los ojos de las aguas y responde con naturalidad.

-Buenas las tengas, Ginés.

Es la voz de María. Algo enronquecida; desprovista por completo de aquella mezcla de jovialidad y candor que él recuerda, la voz que en tantas noches solitarias endulzó sus nostalgias. Ginés se admira de su propia falta de asombro; es como si en su subconsciente, estuviera ya preparado para encontrar allí a María, junto a las aguas del manantial, en el lugar exacto que había ocupado en su memoria durante tanto tiempo.

Camina hacia ella con pasos trémulos por la honda emoción que le embarga y, tras contemplarla largo rato a la luz crepuscular, sólo se le ocurre preguntarle, como si se hubieran despedido el día anterior:

-¿Por qué vas vestida así tan… de negro, quiero decir?

María se vuelve despacio hasta encararse con él, meditando cuidadosamente la respuesta que ha de dar. A Ginés le da tiempo de ver los ojos sin brillo de la mujer, tan opacos como el fondo de las aguas de la fuente.

-Jamás guardé luto a nadie –dice al fin, con voz que más parece un pensamiento evadido–. Ni siquiera a mi padre. Pero hoy es un día especial. Me han dicho que estabas en el pueblo; te han visto deambular por las calles como un sonámbulo, con pasos vacilantes. Tenía el presentimiento, más que el presentimiento la certeza, de que no te irías sin pasarte por el Manantial, por nuestro Manantial y, al enterarme decidí esperarte así, vestida de lo que soy, de vieja, ya que me disponía a recibir a un viejo cuyo único equipaje al volver por estas tierras, no podía ser otro que la esperanza inútil de reencontrarse con una juventud ya imposible, muerta.

Ginés la observa abiertamente, ahora ya sin prisas ni disimulos; empeñándose en ocultar el daño que le produce constatar la crueldad con que el tiempo ha tratado a María. Qué ha sido de aquellos ojos color de miel, transparentes hasta dejar ver un paraíso de ilusiones, de ansias contenidas que lo sumían en un mar de sensaciones dulcísimas, desconocidas…

-¡Cuánto has cambiado, María! Cuánto hemos cambiado. ¿Por qué no seremos como los viejos olmos, o como nuestro manantial? Todo sigue como era. Todo menos nosotros.

-El manantial, los olmos y los cerros gemelos que hay frente al pueblo –repite María con voz monótona, como si rezara el rosario–, no tienen ambiciones, se contentan con vivir en el lugar donde nacieron, si éste es mejor, como si es peor. Si se arranca un árbol y se trasplanta en otro lugar, se muere o no vuelve jamás a ser el mismo. Nosotros, sin embargo, no tenemos el menor inconveniente en echarnos nuestras raíces al hombro y salir corriendo, aunque esas raíces después sólo saquen veneno de la tierra que nos habían dicho que era mejor.

-¿Tánto veneno has tenido tú que beber en los años que has estado fuera del pueblo?

-Más del que nunca puedas imaginar.

Ginés la observa pensativo bajo la fría luz de la luna que se filtra por entre el ramaje. No puede evitar volver a su vieja costumbre de hilvanar pensamientos que van muriendo casi al mismo tiempo que nacen. María se incorpora del tronco donde está sentada. Lo hace con pesadez y camina unos pasos bamboleándose ligeramente sobre las caderas. Será por haber estado demasiado tiempo sentada, piensa Ginés, o porque los efectos de la incipiente vejez ya no le permiten hacerlo de otra manera.

-Me pregunto cómo hubieran sido las cosas si yo no me hubiese ido aquella madrugada por entre los dos cerros gemelos, con mi maleta de cartón forrada de tela y atada con un cordel.

María no dice nada; quizás porque esa misma pregunta se la ha hecho a sí misma infinidad de veces, sin llegar nunca a encontrar una respuesta razonablemente convincente.

Él continúa, como hablando consigo mismo. Siguiendo el hilo de una reflexión vana que no lleva a ninguna parte:

-Nada habría sido igual, estoy seguro. Para empezar, no te hubieras unido al Railero, ni a ningún otro hombre, para eso tendría que estar yo muerto, o… a miles de kilómetros, como en realidad estaba. Quizás no voy a lograr perdonarme nunca el haber soñado que en otras tierras había una vida mejor esperándome, aquí tenía tan poco que ofrecerte, aunque la verdad es que tú… tampoco se puede decir que tuviste mucha paciencia, apenas hacía medio año que me había ido, cuando…

-Apenas hacía dos meses que te habías ido –le interrumpe María–, murió el abuelo, que como sabes, era la única familia que tenía. No tuve más remedio que seguir haciendo funcionar el molino, era mi único medio de vida. El trabajo era durísimo, pero ante la perspectiva de irme a la capital a fregar suelos y limpiar retretes de señoritos, opté por deslomarme aquí moviendo costales de trigo y harina. Acababa deshecha cada día.

-Ya me lo imagino –asiente Ginés–. Recuerdo al abuelo, un hombre bastante entero, a pesar de su edad. Tú le ayudabas mucho y hasta yo venía algunos ratos a echaros una mano…

Ginés ve asombrado la sonrisa que sus palabras han despertado en el rostro austero de la mujer. Es como si un rayo de sol se escapara por entre los nubarrones de un cielo encapotado. María se percata de su desconcierto y dice:

-Perdona que me sonría, te aseguro que ha sido una reacción espontánea, sin mala intención. Yo también estoy un poco sorprendida, ya no recuerdo cuándo fue la última vez que sonreí, pero es que me ha hecho gracia eso que has dicho de “echar una mano”. No he podido evitar que me viniera a la memoria que cuando nos ayudabas, solías mostrarte demasiado dispuesto, no a echar sólo una mano, sino las dos y, no precisamente a los costales.

Ginés sonríe también, algo turbado.

-No debió ser un trabajo muy adecuado para ti. Aquellas manos tan delicadas, transparentes, casi…

Al cabo, quedan los dos serios y pensativos. Ella comienza a hablar con voz pausada, como recitando un pasaje ya sobradamente sabido:

-No era el trabajo lo peor, con ser duro. Yo, desde pequeña, conocía los tejemanejes del molino y llevaba la cosa bastante bien. Lo peor fue cuando las viejas leyes del pueblo tomaron cartas en el asunto. Las lenguas de las comadres comenzaron a ejercer su labor “redentora” y no paraban quietas. No tardó en comenzar a rumorearse que aquel no era trabajo adecuado para una mujer tan joven y guapa como yo, sola en un lugar al que por regla general acudían hombres, suponía una tentación y en esto, no andaban muy descaminados, puesto que en alguna que otra ocasión, me ví en situaciones comprometidas, ya sabes, hombres (y digo hombres porque de alguna manera hay que llamarlos) que creen que porque una mujer joven esté sola ya tienen el derecho de probar, a ver hasta dónde llega su decencia.

-Bueno –sonríe Ginés–, tú siempre tuviste carácter. No quisiera yo haber estado en el pellejo del pobre incauto que se metiera contigo.

-Ya, pero como te decía, las malas lenguas no paran ni cuando duermen. Comenzó a rumorearse que yo solía mostrarme complaciente con algunos, rumores que, posiblemente, pusieron en circulación los mismos desgraciados que habían probado fortuna conmigo y a los que yo había puesto las peras a un cuarto, como suele decirse.

-Lo harían por despecho –afirma Ginés–. ¡Qué cabrones!

-Claro –asiente ella–. Pero esto llevó a que el trabajo comenzara a disminuir, hasta el extremo de que ya no sacaba ni para costearme. Las mujeres se conoce que prohibían a sus maridos venir por el molino, tal era la fama que se me había dado. En un par de ocasiones, se me presentaron aquí un grupo de ellas, ya sabes, esos grupos que suelen considerarse la salvaguarda de la decencia en los pueblos, al menos, así era en aquellos años: Que si tú lo que debes hacer es unirte a un hombre honrado y vivir en gracia de Dios, que si no está bien que una mujer joven como tú esté aquí sola atendiendo a los hombres, que si no hay que tentar al diablo… Dos veces las eché a la calle a escobazos. A partir de ahí, las cosas pasaron de estar mal, a ponerse imposibles. Ya se me negaba hasta el saludo. Yo misma comencé a preguntarme si no tendrían razón al llamarme la loca del molino, un ser malvado y despreciable.

¡Un ser malvado y despreciable! Sonríe Ginés para sus adentros, pobres ignorantes. El último verano que él pasó en el pueblo (y que a lo largo de treinta y siete años no ha logrado borrar de su memoria ni siquiera un día), estuvo ayudando a la chica y a su abuelo a segar unos bancales de trigo que tenían más abajo del molino, en las huertas. Aquellos días se juraron un amor que iría más allá de la vida y de la muerte y lo sellaron un anochecer a punta de navaja en el tronco de un álamo blanco cuyas raíces bebían del manantial. A pesar del fuego que los quemaba, jamás consintió ella pasar de las caricias, o comerse con los ojos. Decía, temblando de pasión y de miedo, que su honradez era lo único valioso que poseía y si la perdía, ya nunca volvería a ser la misma. Él jamás había ido más allá de lo que ella le permitió.

-Y entonces vino Miguel, el Railero –dice Ginés, siguiendo el hilo de sus pensamientos–, y se solucionaron todos los problemas.

La afirmación de Ginés encierra un mal disimulado resentimiento que no pasa desapercibido a María, aunque no parece afectarle demasiado. Continúa con voz pausada y si hay algo que destaque en ella, es ese rictus de amargura en los labios.

-Entonces vino Miguel el Railero –continúa María– y, en principio si, todo pareció recobrar la normalidad, no se si llamarlo así. El trabajo en el molino se normalizó. Podía significar la solución, las gentes del pueblo parecieron tranquilizarse, por otra parte, ya no tenía que estar todos los santos días moviendo costales como una bestia de carga, además, Miguel era dueño de la huerta del Derramador, ya sabes, una perita en dulce, cosechábamos hortalizas, no sólo para el gasto de nuestra casa, sino para vender en el mercadillo. Si, todo se arregló, aunque…

La frase se le queda colgada en el aire. Ginés hubiera querido que se quedara ahí, suspendida para siempre. La dramática historia de María se le viene encima como algo ineludible; él más o menos la sabe, pero le aterra oírla de los propios labios de María. Quizás sea una cobardía por su parte, piensa Ginés, pero algo dentro de él se niega a enturbiar con historias sucias el recuerdo que guarda de aquella criatura apasionada, a la vez que pura como un ángel, su María, la que ha llevado guardada en el alma toda su vida. Su subconsciente se niega a aceptar cualquier historia que no sea aquel último verano, cuyo recuerdo le ayudó a sobrellevar las gélidas noches en un barracón de inmigrantes, en las que sólo se respiraban miserias, nostalgias y gemidos agónicos que delataban eyaculaciones furtivas bajo las mantas, sinfonías de la más amarga de las soledades.

Por eso, cuando aquel paisano recién llegado a Alemania, le contó que el viejo molinero había muerto “de repente” y María se había casado con Miguel el Railero, el suelo se le vació bajo los pies. Sus ánimos, ya resentidos por el cambio tan brutal que su vida había sufrido en tan poco tiempo, se desplomaron como un saco de piedras y las pocas esperanzas que lo habían venido sosteniendo, se derrumbaron como un castillo de naipes y, de no haber sido por el marroquí y los dos gallegos que dieron parte a las autoridades alemanas, habría muerto allí, hecho un ovillo en su camastro del barracón, atormentado por unos recuerdos que la fiebre distorsionaba hasta el delirio.

Por medio del consulado, lo trajeron a Valencia, a un hospital de beneficencia. Cuando al cabo de algún tiempo comenzó a recuperarse, las cosas comenzaron a rodar algo mejor. El tiempo todo lo suaviza, aunque ciertas vivencias dejan huellas tan hondas que jamás llega a borrarlas y, aunque el recuerdo de María nunca dejó de habitar su memoria, llegó a hacerse más llevadero.

-No he podido olvidar en todos estos años los atardeceres de aquel verano contigo, María. Aquel último verano de mi vida, puesto que desde entonces, las estaciones para mí dejaron de tener sentido.

María no dice nada. Se limita a pensar, con una mezcla de regocijo y amargura, que a lo largo de toda su existencia, a lo único que se le puede llamar vida, después de su niñez, fue a aquel verano, aquella efímera, pero intensa etapa en la que se le abría un mundo pleno de ilusiones.

Ginés está sentado en el tronco caído y ella se deja caer muy cerca, casi en el mismo sitio que había ocupado antes, cuando él apareció. Ginés se vuelve hacia ella y la pregunta surge inevitable:

-¿Por qué no me esperaste, María?

-Por qué no te esperé… –Repite ella lacónicamente–. Esta misma pregunta me la he hecho yo infinidad de veces. Me ha estado royendo las entrañas noches y días durante muchos años y ahora me pides que te la conteste en un instante. Podría darte las razones que te he dado hace un momento: la presión que las gentes del pueblo ejercían sobre mí, la dureza del trabajo en el molino cuando había molienda, la escasez cuando no la había… Podría decirte que tú siempre fuiste un irredento soñador y yo decidí que no estaba dispuesta a vivir de sueños y hasta… podría echarle la culpa al Destino, que suele ser lo más socorrido que se utiliza para descargarnos de culpa, pero no; todas esas razones juntas no serían suficientes para redimirme de culpa. Sólo te puedo decir que, di el peor paso que he dado en toda mi vida, además, tú tampoco cumpliste como habías prometido; recibí tu primera carta, la contesté y ya no me enviaste más, a pesar de que seguí escribiéndote.

María ve pintarse el estupor en el rostro de su ex-novio.

-¡Te juro por lo más sagrado, que no dejé de escribirte ni una semana, algunas semanas te enviaba dos, y hasta tres cartas! Era el único desahogo que tenía.

-Lo se, no hace falta que me lo jures –asiente María dulcificando su semblante con una tenue sonrisa–. Y te diré algo que te va a sorprender más todavía: todas las cartas que me enviaste, las tengo guardadas en mi casa. Las conservo como una reliquia casi sagrada. Es rara la noche que no leo alguna de ellas antes de dormirme.

Ante la mirada desorientada de él, continúa María su relato, entre divertida y emocionada:

-Esas cartas llegaron a mí hace un año, escaso; me las entregó Carmen, la hermana de Miguel el Railero, o sea, mi cuñada.

-Con algo de retraso, ¿no? –Ironiza Ginés.

-No sé cómo aquel degenerado (que más tarde fue mi marido) se las arregló para convencer al cartero de que le fuera dando las cartas que tú me enviabas, aunque, es fácil imaginarlo, teniendo en cuenta que el viejo cartero era un borrachín, capaz de vender a su madre por una botella de vino. En fin, el caso es que después de tantos años, la Carmen se me presentó aquí un día con el paquete de cartas amarillentas debajo del delantal y me dijo: <>. Has hecho muy bien, Carmen –le dije yo, cogiéndole las manos, cuando logré recuperarme de la tremenda sorpresa que aquello me había producido–. Esta decisión tuya, te la agradeceré mientras viva.

-Era buena gente la Carmen –afirma Ginés–, la recuerdo como si la estuviera viendo. Se juntaba mucho contigo…

-Si, desde que éramos pequeñas. Luego, cuando ocurrió lo de su hermano, pues claro… ya no volvimos a hablarnos, hasta que vino a traerme las cartas hace unos meses, como acabo de decirte.

-Después de todo –comienza Ginés a hablar tras un largo silencio, como si reflexionara en voz alta–, fue como si un maleficio hubiera caído sobre nosotros. ¿Qué habíamos hecho mal para que todo se confabulara en contra nuestra?

-Pues no lo sé, ¡quién puede saberlo! Quizás una serie de circunstancias coincidieron para hacernos pagar faltas que jamás cometimos, aunque, bien mirado, nadie estamos exentos de culpa, yo, por ejemplo, jamás tendría que haberme casado con Miguel, ni con él ni con nadie, habiendo lo que había entre tú y yo, alguna salida habría existido. Me di cuenta de mi tremendo error desde la primera noche que me acosté con él; trató de obligarme a satisfacer sus instintos bestiales sin la menor consideración…

-Por favor –la interrumpe Ginés–. No es preciso que entres en detalles. No te tortures con todo aquello. Ya quedó muy lejos.

-Si –afirma María–. Ya quedó muy lejos, pero aquel infierno y las consecuencias que acarreó, seguirán atormentándome hasta que me muera. Yo me negaba a someterme a sus exigencias, le pedía angustiada que tuviera paciencia conmigo. Su proximidad me producía náuseas, mi desesperación llegó a tales extremos, que me sentía capaz de cualquier cosa, por eso, cuando aquella noche, tras casi un mes de matrimonio, trató de someterme a sus deseos empleando la fuerza, en cuanto tuve ocasión y pude zafarme de sus garras, cogí una banqueta y se la estampé en la cabeza con todas mis fuerzas. Murió en el acto.

Ginés la contempla en silencio durante largo tiempo. Los silencios ahora son largos y fríos como las aguas del manantial, negras ya por el sombrío manto de la noche. Contempla el rostro de quien fue un día su amada del alma. Le hieren como dardos envenenados las palabras que María acaba de pronunciar. Le hiere su gesto frío y desapasionado, como si contara una historia ajena, que no tuviera mucho que ver con ella. En cierta medida, Ginés se siente culpable del pozo de desdichas en que se transformó aquella angelical criatura cuando apenas había terminado de florecer. Debe resultar difícil, tal vez imposible, volver al punto exacto en el que equivocamos el camino –sigue cavilando Ginés–. Tal vez él erró el paso el día que abandonó la aldea por el collado que forman los dos cerros gemelos, con la esperanza de encontrar otros mundos más amplios que el molino y aquel puñado de casas perdidas entre montañas.

Nunca llegó a enraizar del todo en ninguna parte y la razón no fue la aldea con sus casas miserables, sus huertas y su molino, sino por el torturante recuerdo de sus atardeceres con María bajo los olmos, junto al enigmático Manantial de la Mora. Los versos que había escrito después de aquellos apasionados atardeceres, eran de una tristeza lacerante. Alguien, muchos años después, los calificaría de dañinos y corrosivos, por eso se decidió a quemarlos.

-¡Qué tiempos aquellos, María! Hasta te escribía versos, ¿te acuerdas?

María se gira para mirarle de frente. Su boca se distiende en una mueca triste que podría llamarse cualquier cosa menos sonrisa, y comienza a recitar:

-Si alguna vez el mundo se interpone/ y nuestro amor fenece en mala hora/ con el último aliento que me quede/ te buscaré en la Fuente de la Mora/.

-¡Todavía los recuerdas! –Exclama Ginés con voz enronquecida por la emoción.

Ella asiente con la cabeza y cae en otro de sus prolongados silencios durante el cual, desfilan por su mente Dios sabrá que episodios de su azarosa vida.

-¿Todavía escribes versos, Ginés?

Ginés tarda en contestar, como si también hiciera un rápido repaso de su vida pasada. Cuando al fin lo hace abre los brazos en un gesto resignado.

-Todavía escribo versos. Siempre supuso un desahogo para mí, una especie de terapia que me ayudó, y me continúa ayudando en los trances más difíciles.

-Y en los más dichosos –interrumpe ella con una tibia sonrisa–, porque mientras fuimos novios, raro era el día que venías a verme sin traer un papelito en el bolsillo con lo último que se te había ocurrido.

-Si –confirma Ginés–. Eso es cierto, ese vicio de escribir…

-Honroso vicio, Ginés–, vuelve a corregir María.

-Bien, pues ese honroso vicio de escribir viene a ser como un escape por el que liberar un sentimiento, ya sea de dolor o de felicidad. Primero necesitaba dejar constancia de lo feliz que era contigo y más tarde de la amargura de haberte perdido.

-Siempre me fascinaron tus escritos y lo que acabas de decir es lo más hermoso que ha llegado a mis oídos en tantos años de aridez. Esto no hace falta que lo escribas en ninguna parte; lo guardaré aquí –dice apuntando a su sien con el dedo índice –el resto de mi vida, lo mismo que conservo en un estuche que llamo “mi sagrario” todos aquellos poemas que me diste. Los leo de vez en cuando; no sé si esto me hará bien o por el contrario, sirve para hurgar en las heridas que más me dolieron, pero allí –dice señalando al molino– siguen guardados, ahora el estuche se ha llenado, con las cartas que me dio la Carmen.

-Muchas fueron las veces que estuve tentado de averiguar tu paradero, María. En los últimos tiempos, a la amargura de haberte perdido (que los años ya habían suavizado) comenzó a sumárseles un sentimiento de culpa por no haber intentado siquiera averiguar qué había sido de ti; me había quedado anclado en la información que me proporcionara hacía muchos años aquel paisano, en Alemania. Si, muchas veces lo pensé, pero tal vez me faltó decisión para hacerlo.

-No te lo reproches –dice María, haciendo un gesto vago con la mano, como si tratara de espantar un pensamiento molesto–. Mejor que no lo hicieras, porque si hubieras visto la forma en que yo vivía, te habrías sumido más en la amargura del desengaño que ya sufriste al saber que me había casado, había matado a mi marido y estaba en la cárcel. Te aseguro que a partir de ahí, no te perdiste nada bueno. Yo… yo sí te ví en una ocasión, en Valencia, con tu mujer y tus hijos. De esto hace muchos años, entre quince y veinte.

María se sonríe al ver la sorpresa que su revelación ha causado en el rostro de él.

-Estuvimos tan cerca, que casi nos podíamos haber dado la mano. Tus hijos eran preciosos, espero y deseo que sigan así, la niña se parecía más a ti. Tu esposa, además de guapa, me pareció una gran mujer.

-Fue una gran mujer –afirma Ginés con gesto resignado–. Murió, hace algo más de diez años.

-Oh, lo siento.

-Fue una buena compañera para mí, y una excelente madre para mis hijos. Aquella familia tan feliz que tú viste en Valencia, en las fechas que más o menos me dices, tenía los días contados. Fue poco tiempo después cuando mi esposa comenzó a tener problemas de salud y sobrevino el desastre. La pérdida de Beatriz fue seguida muy de cerca por el descalabro económico de mi pequeño negocio, siempre se dijo que las desgracias nunca vienen solas. En fin, todo aquello ya quedó lejos y dicen que el tiempo todo lo allana aunque, lo cierto es que jamás llega a borrarlo. Yo nunca llegaré a olvidarla, sólo llego a reconocer que el paso del tiempo hace las cosas más llevaderas.

-En aquellos primeros tiempos –continúa Ginés tras una breve pausa–, quiero decir cuando yo comencé a llevar una vida normal en Valencia, me torturaba la idea de averiguar en qué cárcel estabas para ir a visitarte. Pero mis medios económicos apenas me alcanzaban para subsistir. Debieron resultarte muy duros los años en la cárcel…

-Todos los años han sido duros –responde María–. En la cárcel pronto comprendí que existían dos caminos: o te espabilabas y te hacías respetar (esto viene a decir que te tuvieran miedo las demás reclusas) o terminabas como esclava de todo el mundo. Yo no lo tuve demasiado difícil, puesto que pronto se corrió la voz, nutriéndose de: (nunca llegué a saber qué fuentes), que había matado a mi marido de un sillazo casi de recién casados. Pronto me di cuenta de que otra de las armas que me vendrían muy bien para ganar aquella difícil batalla, eran mi juventud y por qué no decirlo, mi buena presencia. Una joven guapa y dispuesta a partirle la cabeza a quien tratara de amargarle la vida. La jefa de las celadoras de mi pabellón, pronto se fijó en mí y comencé a gozar de privilegios que las demás reclusas no tenían.

-¿Estuviste muchos años allí? –Pregunta Ginés, tratando abiertamente de evitar que ella vaya profundizando en su relato. Temiendo que éste entre en un terreno todavía más escabroso.

-No demasiados, aunque si lo prefieres no sigo contándotelo, es todo muy desagradable, pero, eres el único ser en el mundo con el que puedo hablar de estas cosas y sentir cierto alivio.

-Está bien –asiente Ginés con gesto resignado–. Quizás tengas razón; si tantas mieles gozamos en nuestro corto noviazgo, justo es que ahora compartamos algo, siquiera, de la mucha hiel que has tenido que tragarte después y, si dices que esto te sirve de consuelo, pues… aquí me tienes, dispuesto de nuevo a compartir contigo lo que haga falta. Es como si retomáramos lo que un día dejamos cuando apenas lo habíamos empezado, pero qué distinto es todo, María, ¡que condenadamente distinto, Dios!

-Bien, pues como te decía, aquella mujer, ya sabes, la jefa de las celadoras, no tenía mal fondo, a pesar de su aparente rigidez, una rigidez imprescindible para el trabajo que tenía que desempeñar; a una persona con menos carácter, la jauría de lobas que habitábamos aquel pabellón, nos la habríamos comido viva y después nos habríamos devorado entre nosotras. Allí nos albergábamos lo peor de cada casa, como suele decirse, la hez de la sociedad en nuestro género, así más o menos lo definía la jefa de las celadoras. La que no había matado a alguien, por lo menos lo había intentado. De forma más o menos solapada, había una especie de banda formada por seis o siete arpías, que tenían aterrorizadas al resto de las reclusas del pabellón, a pesar de la estricta vigilancia de las celadoras, o de algunas celadoras, porque otras hacían la vista gorda a cambio de favores sexuales, al menos tres, que yo conociera, eran lesbianas y entre las reclusas, más de la mitad solían tener relaciones entre ellas, aunque fuera de forma esporádica, pues aun no siendo lesbianas, eran jóvenes, el cuerpo pedía guerra y ya se sabe: cuando no hay pan buenas son tortas. Había algunas, sobre todo de las más jóvenes, que trataban de resistirse a estas actividades y encontraban protección en la jefa de las celadoras, contraria siempre a que se obligara a nadie a realizar estas prácticas, pero pronto terminaban cediendo a las exigencias de aquella banda de brujas viciosas con las que estaban obligadas a convivir las veinticuatro horas del día y, ¡ojo con irle con el cuento otra vez a la jefa de las celadoras, porque la vida se les iba a poner imposible! Si –concluye María–. Aquello era un infierno; un verdadero infierno del que yo no escapé, afortunadamente, demasiado mal, al menos si se me compara con otras desgraciadas. Oye ¿sabes que hora es? –Se interrumpe de pronto–. Más de media noche, se nos ha ido el tiempo volando.

-Si –afirma Ginés–. Cuando vine todavía era de día…

-¿Dónde te hospedas?

-Pues no sé, supongo que en cualquiera de los muchos hoteles que hay en la aldea –responde Ginés con sorna–. Había quedado a las diez con el frutero que viene repartiendo por aquí por las aldeas y caseríos de la comarca, que fue el que me trajo esta mañana en su camioneta, pero por lo que dices, las diez ya pasaron hace mucho.

-Bien, pues si te sirve un sofá-cama…

De nuevo las formas y siluetas, como fantasmas de un pasado remoto, los olores y hasta el murmullo amortiguado del agua al despeñarse sobre la gran rueda estriada que hacía funcionar al molino hace tantos años, reverdecen la memoria de Ginés y lo trasladan a un tiempo que ya había llegado a creer perdido para siempre. Allí sigue el intrincado laberinto de poleas abrazadas por correas, los ejes, tolvas de madera, cedazos de diferentes espesores y tamaños, así como la pizarra colocada en una de las paredes, en la que aún quedan restos de Kilogramos, horas y maquilas anotados con tiza. Junto a la pizarra hay colgado un calendario que data de 1955, con una señorita ataviada con ropas de épocas anteriores, tocada con pamela y retratada bajo un almendro en flor.

-Desde que era pequeña, el abuelo me decía que la estampa de ese calendario no pensaba quitarla de ahí nunca, aunque ya estaba pasada de fecha varios años; me contaba que era un retrato de Eugenia de Montijo, así como que encerraba un gran misterio, como si estuviera viva, bueno, un poco viva al menos, decía él; porque me pusiera yo donde me pusiera, los ojos de la Montijo siempre me estarían mirando. Qué capacidad para fantasear tenía el abuelo, me crió en un clima de permanente fábula ¡bendito sea, donde quiera que esté! ¿Sabes una cosa? Cuando tuve diez o doce años, me dio por preguntarle que quiénes eran mis padres, que dónde estaban y por qué todos los niños tenían padres y yo no. Tanto insistí, que terminó asegurándome que mi madre era la mujer tan guapa de la estampa.

-Bueno –sonríe Ginés–, tu abuelo no exageraba tanto. En cierto modo, yo siempre te encontré cierto parecido con la chica del calendario: pelo negro, tez esclarecida facciones finas y bien dibujadas…

-Vale, vale, eso ya me lo decías entonces, cuando querías sacarme los colores. A ver si ahora vas a hacer que me ruborice, a estas alturas.

Los dos rieron un tanto azorados.

-Tú al menos, puedes contar que has vivido una vida bastante normal –dice María mientras toman una taza de café, tras haber terminado con la frugal cena–. Tuviste la suerte de dar con una buena mujer, eso se veía a la legua, y dos hijos que con poco que os hayan salido a vosotros es preciso que sean buena gente…

-Si –afirma Ginés de inmediato–. No tengo motivos para quejarme. Aunque la vida me ha dado palos bastante fuertes, no tiene comparación con la crudeza de la tuya, he de reconocerlo.

-Bueno a mí, pues, la verdad es que tampoco la vida me ha tratado tan rematadamente mal, si me comparas con otras mujeres que conocí, claro; dicen que la mejor forma de conformarse a uno mismo, es mirar para atrás y ver que siempre hay otros más desventurados que tú. Como antes te decía, en la cárcel yo podía contarme entre las más afortunadas, en los años que estuve allí se suicidaron tres mujeres, dos de ellas más jóvenes que yo, puesto que, como te dije antes, Isabel Matas, así se llamaba la jefa de las celadoras, a quién en el lenguaje carcelario apodaban “La Matas”, me cogió apego casi desde el momento en que ingresé en el Centro y me revelé contra la tiranía a la que quisieron someterme la banda de arpías de la que ya te hablé.

>La Matas me salvó del castigo que sin duda me habría impuesto la dirección del centro, por haberle arrancado un trozo de barbilla de un mordisco a una de las que me comprometieron en los retretes y, de lo que hubiera sido más de temer: las represalias que sin ninguna duda habrían tomado contra mí las que componían aquel grupo de depravadas. La Matas pasó desde entonces a ser mi protectora, encontrando siempre alguna excusa para mantenerme fuera del pabellón y por lo tanto, del alcance de aquellas fieras despechadas y sedientas de venganza. Me llevaba con ella a su despacho y me fue enseñando con suma paciencia el manejo de los asuntos burocráticos que hasta entonces venía resolviendo ella sola. Era psicóloga y también la acompañaba cuando iba a dar sus charlas, en ocasiones, hasta en otros centros penitenciarios, las más de las veces comía con ella en su pequeño despacho, o en el comedor de las celadoras. Vivía bien, hasta el punto de no echar en falta ese deseo angustioso que todo preso siente por la libertad que perdió.

>Pronto comencé a darme cuenta de que lo que La Matas sentía por mí, iba más allá de la mera simpatía, eran gestos sin demasiada importancia, a veces se quedaba mirando mis manos y terminaba acariciándolas: Tienes unas manos finas, largas y preciosas –me decía– parecen manos de pianista, más que de molinera. En otras ocasiones me acariciaba el pelo y entrecerraba los ojos como si ese contacto la sumiera en un estado de inmenso deleite. Yo al principio no di demasiada importancia a estas manifestaciones de cariño, pero cuando en una ocasión se puso a acariciarme una mejilla y deslizó muy despacio la mano hasta rozarme los labios con la yema de sus dedos, me puse tensa, no podía ni moverme ni articular una palabra. No podría asegurar si aquel contacto me producía rechazo, sorpresa o cualquier otra clase de sentimiento. Era una extraña sensación nunca antes sentida por mí.

>Isabel, La Matas, pareció salir de su estado de éxtasis al percatarse de mi rigidez. Me pidió disculpas, avergonzada. Yo estaba también muy turbada, más que turbada desorientada. Quise suavizar lo que acababa de ocurrir y le dije que no se preocupara, que la cosa no tenía tanta importancia. Entonces me confesó que sentía por mí una irresistible atracción, desde el primer momento que me vio, pero que si yo no quería, no volvería jamás a ponerme una mano encima.

Tras estas últimas confesiones, Maria reclina la cabeza sobre el respaldo del sofá y entorna los ojos. Ginés la observa sin saber si se ha quedado dormida, o está rememorando aquellas vivencias ocurridas hace ya tánto tiempo. Ahora puede mirarla detenidamente, analíticamente; se da cuenta con satisfacción que el rostro que él tanto amó, que posiblemente no ha dejado de amar en toda su vida, sigue conservando muchos de los rasgos que él guardaba en los rincones más íntimos de la memoria. El sueño, (porque ahora está seguro que duerme profundamente) otorga a sus facciones aquella dulzura candorosa de su lejana inocencia. Sólo desmiente esta esperanzadora impresión un, casi imperceptible rasgo de amargura en su boca, como si tratara de insinuarse el inicio de una sonrisa sardónica que pusiera de manifiesto un desdén por cuanto ha vivido, por cuanto la ha rodeado a lo largo de toda una, ya larga y azarosa vida.

El hombre sigue allí quieto durante un rato, como velando el sosegado sueño de esta mujer a la que tánto amó y a la que –ahora está seguro–, continúa amando con toda su alma.

Se siente cansado y trata de dormir, pero le resulta imposible cuajar ese sueño reparador que tanta falta le hace. Ha sido tal aluvión de descubrimientos sobre su pasado, tanta la diferencia entre lo que él creía y lo que en realidad fue, y todo en tan pocas horas, que necesita, además de tiempo, estar solo para intentar asimilar con cierta calma su situación y tratar de encajar cada pieza en el hueco que le corresponde.

Así transcurren casi dos horas, hasta que el amanecer comienza a insinuarse en la ventana. Ginés, vencido por el cansancio, apenas ha logrado descabezar algún amago de sueño que su estado emocional no le ha permitido cuajar del todo. Fija nuevamente su atención en el rostro de la mujer, que continúa respirando acompasadamente. Observa cómo de tarde en tarde, los labios de ella se distienden en lo que parece ser una sonrisa placentera, para al momento, contraerse hasta ensombrecer sus facciones, hasta transformarlas en una máscara de contrariedad, de amargura. Procurando no hacer ruido, se incorpora y acciona el interruptor de la lamparita que ha estado alumbrando la habitación durante la noche. Se aproxima a la ventana y se pone a contemplar cómo el día recién nacido termina de barrer las últimas sombras nocturnas y a escuchar los gorjeos de los gorriones más madrugadores. A los pocos minutos los tímidos gorjeos se han convertido en algarabía y las palomas zurean y se cortejan en los aleros del tejado. Es entonces cuando se sobresalta ligeramente al oír a su espalda la voz de María:

-Pronto te has despertado.

-Un poco, si.

-¿O acaso no has dormido?

-Pues no; la verdad es que por más que lo he intentado, apenas he logrado dar alguna cabezadita. Tú tampoco has dormido gran cosa, sólo unas pocas horas.

-No suelo dormir ninguna noche más de esas pocas horas. La ventaja de esta noche es que lo he hecho muy a gusto, no he tenido pesadillas, o al menos no han llegado a despertarme, como suele ocurrir casi siempre.

-No te ha faltado mucho.

-¿Qué?

-Si, que no te ha faltado mucho para entrar en una de esas pesadillas que dices. Lo he visto en tu cara.

-No me iras a decir que te has dedicado a espiarme mientras dormía.

-Pues si –confirma Ginés, sonriendo socarronamente–. Ha supuesto para mí un interesante ejercicio tratar de desentrañar qué sentimientos iban desfilando por tu mente, guiándome por los gestos que afloraban a tu rostro.

-Y… qué has visto, a qué conclusión has llegado.

–A la más simple, claro. Yo no soy psicoanalista, ni adivino. A lo más que llega mi agudeza es a deducir que cuando sonreías complacida, pensabas, o soñabas con algo placentero…

-Contigo –se apresura a agregar María–. Con tu vuelta a la aldea.

-Y cuando la sonrisa se te helaba y tu cara se ensombrecía…

-Pensaba en cosas desagradables –y en un susurro–. En todo lo que no fueras tú.

-He estado pensando –comienza Ginés, tratando de disimular la emoción que le producen las últimas palabras de ella– que podríamos salir a dar una vuelta por ahí, desayunaríamos juntos y continuaríamos hablando de nuestros asuntos; ¡nos quedan tántas cosas que contarnos!

-Yo también he pensado en algo parecido, a ver a ti que te parece: preparamos unas tostadas y desayunamos aquí, en casa y después nos vamos a Cotos Altos, supongo que recuerdas donde está, en las laderas de la Sierra Retamares.

-Si, claro, junto a la carretera de Madrid.

-Justo. Bueno pues allí, hay un pequeño restaurante en el que sirven comidas típicas de aquí, del terreno. Yo voy allí de vez en cuando, hay unas vistas impresionantes.

No había exagerado María al resaltar la belleza de aquellos parajes de Cotos Altos. El pueblo tendrá un centenar de casas, como máximo, de una, o todo lo más dos plantas. Casas blancas que se solazan orientadas al medio día a mitad de ladera, donde terminan los olivares y viñedos abancalados y comienza la alta sierra poblada de pinares y matorral y rematada en sus cumbres por roquedales pardos y desnudos que se perfilan sobre el azul celeste como enormes fortalezas de dioses mitológicos.

-A aquellas alturas las llamo yo El reino de las águilas –dice María siguiendo la mirada de él–. No tardaremos en ver alguna pareja de estos majestuosos animales planeando sobre nuestras cabezas; describiendo círculos que se van desplazando hasta sobrevolar los llanos del valle. Puedo pasarme horas enteras contemplándolas; su vuelo firme y a la vez sosegado, ejerce sobre mí una sensación relajante, me hace sentirme bien, es… es como si viera en el vuelo de esas aves una firmeza, una seguridad que está muy por encima de todas las mezquindades y miserias que diariamente nos agobian a nosotros, los seres humanos.

-Claro –asiente Ginés con fingida seriedad–. Será porque como vuelan tan altas…

-¡Bah, no te rías de mí!

-No pretendía tal cosa, te lo aseguro –corrige Ginés–. Lo que acabas de decir es muy acertado y, además lo has dicho de una forma que ha llegado a emocionarme. Te desenvuelves muy bien hablando; debes haber leído mucho.

-Si –asiente María con un entrecortado suspiro–, he leído mucho y he hablado mucho y, aunque te extrañe un poco, todo lo aprendí en la cárcel. Por algo he pasado allí casi toda mi vida.

-Tenía entendido que sólo habías estado presa cinco años…

-Si, cinco años estuve como reclusa, pero he pasado veintisiete trabajando para aquella y para otras cárceles.

-¿Te hiciste funcionaria?

-Más o menos. Los cinco años que estuve como reclusa los aproveché (siguiendo el consejo de La Matas) y estudié psicología. Tuve la gran ventaja de compaginar los estudios con la práctica, porque, como ya creo haberte dicho, Isabel me hizo su ayudanta, no daba un paso sin mí, por eso cuando me gradué como psicóloga, era una profesional en toda regla; a todo esto habría que agregar que a mí este trabajo me fascinaba. Es una labor durísima, teniendo en cuenta que has de lidiar con seres de perfil conflictivo, muchas de aquellas mujeres estaban allí por haber matado y las más de ellas seguían dispuestas a volver a hacerlo si se presentaba la ocasión.

-Tal como me lo estás pintando –razona Ginés– la cárcel para ti supuso una tabla de salvación, más que un castigo.

-En cierto modo, sí –conviene María–. Porque a través de ella logré objetivos que de otro modo creo que nunca hubiera alcanzado, sin embargo, lo que acabo de contarte es sólo la parte buena, la cara amable de la moneda. A mí quien me hizo el bien fue Isabel, La Matas, no la cárcel, que destruye más que redime.

Ginés asiente repetidamente con la cabeza. Dice al fin:

-Me supongo que tu jefa, La Matas, se cobraba los favores que te hacía.

-No –niega María rotunda–. Isabel, como ya te dije, jamás cogió de mí nada que yo no estuviera dispuesta a darle y, posiblemente te asombre lo que te voy a decir: con el tiempo, me acostumbré de tal manera a ella, a su compañía, que llegamos a compartirlo todo.

-¿Todo?

María tarda en responder. Por primera vez no parece encontrar una respuesta que vaya acorde con sus sentimientos, capaz de poner orden y dar sentido a ese laberinto de sensaciones agridulces que han jalonado su vida.

-No lo sé –dice al fin–. Muchas veces he llegado a creer que si, aunque, en otras muchas ocasiones me he encontrado completamente perdida, desorientada, sin saber si la vida que compartía con Isabel (en el plano sentimental, quiero decir) era realmente lo que yo necesitaba, o solamente suponía la tabla a la que agarrarme para no perecer en mi naufragio sentimental. Como te he dicho, me acostumbre a su compañía y también a sus caricias, hasta tal extremo, que llegué a compartirlas, si, no me mires como a un bicho raro, en infinidad de ocasiones, ambas llegábamos a alcanzar orgasmos dulcísimos, ¿tanto te extraña?

-Pues… –titubea Ginés– la verdad, me sorprende un poco.

-Es natural –asiente María con gesto serio.

-Trata de comprenderme, lo que acabas de confesarme no… no se ajusta mucho a la María que yo recordaba, que yo idealizaba.

-Ya te digo que es natural. Tampoco tú eres el Ginés que yo guardaba en la memoria, el que, a través de mi imaginación, me ayudaba a dormir las noches lóbregas de los primeros meses de la cárcel, trasladándome a la orilla de nuestro manantial para oírte susurrar palabras de miel junto a mis labios. Tampoco eres ya el joven que inundaba mi mente cuando alcanzaba aquellos dulces orgasmos a través de las tiernas caricias de mi querida Isabel, La Matas. Primero llenaste mi vida de ilusión, una ilusión que se podía tocar con los dedos y más tarde, cuando aquella borrachera de felicidad apenas comenzaba a materializarse, huiste por el collado que forman los dos cerros gemelos y tuve que conformarme con sueños, los sueños que han alimentado mi vida y que han terminado en la caja en la que siempre guardé tus poemas y últimamente, también tus cartas, esa cajita de cartón que yo llamo mi sagrario; allí estás tú, tal como yo te recuerdo.

Han pasado un día inolvidable. María conduciendo su utilitario por las retorcidas carreteras de montaña, con los cinco sentidos puestos en seguir el tortuoso trazado que bordea barrancos insondables. Ginés contemplando el soberbio paisaje que se ofrece a sus ojos. De vez en cuando, mira de reojo el perfil de la señora que conduce atentamente a su lado: una vieja bien cuidada en cuyo rostro todavía se pueden ver rasgos de una lejana belleza. Una mujer a la que ha conocido hace apenas unas horas. Entorna los ojos y mira hacia su propio interior, hacia su memoria, y allí sí encuentra a su María, la de aquel verano, la que se estremecía de placer cuando le susurraba poemas al oído o pegado a sus labios, la que ha vivido en su memoria desde antes, desde siempre.

-¿Te encuentras mal? –Pregunta ella, con un asomo de inquietud aleteándole en la voz.

Ginés se sorprende al oír tan cercana la voz de la señora, como un niño al que han cogido en falta.

-No es de extrañar que te marees, esta carretera tiene tantas curvas… si te parece bien, paramos un rato.

Han vuelto a casa agotados, después de un día transitando carreteras tortuosas que les llevaban a pueblos y aldeas blancas en las que se respiraba una paz sencilla, sosegada, rodeados siempre de parajes impresionantes, en los que no parecía haber llegado nunca la profanación del ser humano, con su rastro de desechos y destrucción. Se fueron a dormir cuando creyeron haber dado un repaso a sus respectivas vidas hasta llegar a vaciarlas de todo interés. Hablaron del pasado, puesto que el presente lo estaban viviendo en las pocas horas que llevaban juntos y del futuro, a su edad… mejor no hablar de él.

Ginés se pone en pie procurando no despertar a María, que duerme plácidamente y cuando sale del molino la madrugada le recibe con una suave, casi imperceptible brisa, aromatizada de esencias que la humedad de la noche, ya agonizante, ha extraído de los rastrojos y el arbolado de las huertas. Piensa en la imposibilidad de enlazar el presente con aquel pasado tan lejano vivido con María junto a las aguas del manantial. Ella, quizás inconscientemente, ha dado la clave al afirmar que aquel pasado lo guarda en la cajita de las cartas y los poemas: en su sagrario, como dice llamarlo.

Por eso, cuando ha recorrido un centenar de pasos por el camino que lleva a la aldea y confronta con el Manantial, se detiene al oír los trinos de un ruiseñor y, huyendo de la realidad, buscando refugio en la fantasía, se dice a sí mismo con amarga ironía que es el mismo ruiseñor que cantó aquella primavera de hace treinta y siete años. Y bajo los olmos en los que el pájaro cantor borda sus primorosos trinos habrá una pareja de jóvenes bebiendo su pasión sorbo a sorbo, como dos almas sedientas que acaban de descubrir el sentimiento más viejo del mundo. Pero aterrizando en la más descarnada realidad, ve con meridiana claridad que esa pareja, ya no la forman él y María. Ni tampoco el ruiseñor es el mismo.

FIN