domingo, 19 de diciembre de 2010

Rocimín

Antes de darte por perdido, antes de desaparecer definitivamente, se te vio recorrer los caminos y sendas de la vega, con tus andares de loco; con esa determinación que sólo otorga la angustia de no resignarse a lo irremediable.

Paseaste el infierno de tu demencia por las huertas de Mures, por Maciarcán y hasta por los pagos hondos de Cané y El Majaladar durante todas las tardes que cubren casi dos años; primero con el apremio de un lobo en celo y después con la desesperación de un perro rabioso.

Los hortelanos se cruzaban contigo con cierto recelo, casi con temor, hasta desengañarse de que nada iba con ellos, puesto que ni los veías, inmerso en la incoherencia de tus monólogos de loco.

Si, los campesinos ya se habían acostumbrado a ver tu figura delgada y alta y tu caminar alucinado, así como a tus barbas y cabeza de pelambre oscura y enmarañada. Tampoco les causaba demasiada preocupación –si acaso todavía cierto recelo–, ese negror enfebrecido de tus ojos, porque como digo, llegaron a la conclusión de que tus enemigos, o tus demonios, iban dentro de ti, comiéndote las entrañas y la mente.

Ese caminar tuyo fue precisamente lo que te distinguió de los locos de siempre, inseguros y erráticos; tú, aunque no tuvieras ya lucidez ni para atender a las cosas más simples, guiabas tus pasos cada atardecer al paraje de Los Tollos y, a pesar de hacerlo cada día por caminos distintos, siempre venías a parar aquí, a la presa de Rocimín, justo cuando el sol trasponía los lomos del cerro Javalcón y teñía la tarde de tonos bermejos.

Tu mirar tempestuoso parecía encontrar sosiego al reposar en las aguas quietas de la represa, junto al viejo molino en el que yo nací y me crié, al igual que mis padres, abuelos y… Dios sabrá cuántas generaciones más, si se tiene en cuenta la fecha que hay cincelada en la gran losa de piedra de la puerta de entrada al amplio portalón del molino: 1407.

Lo que no está escrito –quizás en ninguna parte, a pesar de que la llaman leyenda–, es la historia árabe sobre la hermosa esclava cristiana que se arrojó (según la creencia popular) a las oscuras aguas de la represa, por culpa de un amor malogrado.

Yo era muy pequeña cuando le pedía a mi abuela que me contara cuentos moros, preferentemente el de La Esclava Cristiana. Ella tenía la paciencia y la habilidad de enriquecer la leyenda con algún ingrediente nuevo que inventaba sobre la marcha, aunque respetando siempre lo esencial de la historia. En la época que cuento, todavía vivían ella y el abuelo en el molino.

Luego viniste tú y tus amigos aquel verano de hace algo más de dos años; erais estudiantes y estabais de vacaciones. Todos los días acudíais a bañaros a la represa de Rocimín, yo entonces apenas era una cría, o tal vez comenzaba a ser mujer, no lo sé. Me atraían vuestras risas y vuestras bromas, vuestra juventud, que andaba un poco por delante de la mía y, me atraías tú, sobre todo.

Aún a sabiendas de que estaba cometiendo un acto impropio de una chica de mi edad, os espiaba oculta entre el tupido cañaveral que separa la represa del molino. Supe que no eras del pueblo, o al menos yo nunca te había visto antes.

Recuerdo un día en que los cuatro estabais hablando muy formales, sentados en el muro de contención de la represa, con los pies chapoteando en el agua. Uno de tus amigos contó la leyenda de La Esclava Cristiana y, como suele ocurrir en todas las leyendas, el nuevo narrador la enriqueció con algunos pasajes que yo desconocía. Así supe que el molino había pertenecido en tiempos pasados a una familia árabe o, dicho con más exactitud, a un matrimonio de mediana edad al que Alá no había querido obsequiar con la bendición de los hijos.

Dicho matrimonio había comprado a los moros de Baza una niña cautiva que éstos habían capturado en una de sus correrías por tierras cristianas. Los molineros, dentro de su humildad, la criaron, no ya como a una hija propia, sino como a una auténtica princesa, puesto que, aunque eran gentes de clase humilde, se empleaban con ahínco en la industria de su molino y en el cultivo de los escasos, pero fértiles bancales que lo circundaban, lo que les permitía vivir holgadamente.

Los molineros árabes nunca llamaron a la que, desde el principio habían considerado su hija, por un nombre determinado, para ellos era La niña o, mi niña. Ésta forma de llamarla, además de poner de manifiesto la adoración que por ella sentían, era como… una pretensión, un tanto ingenua, quizás, por borrar los orígenes cristianos de la zagala.

Cuando La niña alcanzó esa edad que los mayores llaman “de merecer”, fue cuando comenzó a surgir una interminable cadena de problemas que habrían de desembocar en la más amarga de las tragedias: un apuesto joven de las familias más pudientes del pueblo y La niña de los molineros, se habían conocido y el enamoramiento había prendido en los jóvenes con la fuerza arrolladora propia de la edad que tenían.

Paseos en los atardeceres primaverales bajo las frescas alamedas, arrullados por la melodía de los ruiseñores y el murmullo de las aguas, así como promesas de amor eterno, enlazados por la cintura, cuajaron en arrebatado idilio que duró hasta que los padres del galán supieron que su flamante retoño compartía amores con una esclava cristiana.

El resultado fue que el frustrado joven, ante la imposibilidad de convencer a sus padres de las virtudes de su amada, a pesar de sus orígenes cristianos, se enroló en el ejército del reino de Granada (último bastión del Islán en España) y fue muerto en uno de los primeros enfrentamientos que libró contra las huestes “infieles”. La joven enamorada comenzó a languidecer y terminó desapareciendo de forma misteriosa; cuenta la leyenda, que engullida por las sombrías aguas de la represa del molino.

Tu amigo estudiante agregó a la leyenda un ingrediente que yo no había oído nunca: y es que algunos días, cuando la aparición de la luna llena coincide con los últimos claros de la tarde, se puede ver el bellísimo rostro de la cristiana en la superficie de las aguas.

Ahí comenzó tu drama. Primero despertó tu curiosidad; más tarde te obsesionó y acabó sorbiéndote el seso, hasta el extremo de hacerte abandonar estudios, casa y familia. Yo no he faltado a la cita ni una sola noche de plenilunio. Desde las entrañas del tupido cañar, te veía llegar con el sigilo de una aparición, temiendo, quizás, romper con cualquier ruido el embrujo del momento o espantar la adorada imagen de la esclava cristiana, reflejada en la superficie de las aguas, una imagen que yo sé que veías, quizás a fuerza de desearlo, pero la veías, de eso estoy segura.

La noche en que todo acabó, o empezó, según se mire, la luz fría de la luna te daba de perfil. Yo veía tu silueta recortada contra la negrura de los frondosos saúcos y en algún momento, hasta creí adivinar el fulgor de tus ojos. Vi como rompías tu inmovilidad avanzando un paso hacia el agua, y otro más, con el sigilo de la fiera que está a punto de saltar sobre su presa.

En ese instante supe que las aguas de Rocimín te iban a tragar. Un ave nocturna deslizó su vuelo acolchado por encima de mi cabeza, rozando apenas las copas de los álamos. Aún no he llegado a saber si fue el sobresalto de ese ruido o un impulsivo afán por salvarte de la perdición, lo que me hizo perder el equilibrio. Las pocas cañas que me separaban del agua cedieron y me encontré nadando, tratando de salvar la escasa distancia que me separaba de la orilla más llana. Tú saliste a mi encuentro y me ayudaste.

Ya en tierra firme, me estuviste mirando mucho rato con arrobo, como no creyendo lo que acababa de suceder. Yo recuerdo haber permanecido muy quieta, paralizada por una mezcla de emoción y miedo que me mantuvo atenazada un tiempo imposible de determinar, ya que un extraño embrujo se había adueñado de nosotros y de cuanto nos rodeaba.

Todavía ahora, casi ocho meses después, los mismos que llevamos compartiendo nuestra vida en este diminuto piso de la ciudad, donde bebemos nuestro amor sorbo a sorbo hasta el agotamiento para volver a empezar con renovados ímpetus, todavía ahora, digo, creo que no estás del todo convencido de que no soy la esclava cristiana de la leyenda mora, sino la nieta de los molineros de Rocimín.



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