martes, 25 de octubre de 2011

¿Generación perdida?

A la generación nacida en los primeros años de nuestra democracia, tal vez un poco mimada por sus progenitores –entre los que yo me cuento–, se la puede tildar de haber permanecido unos años (quizás demasiados) aletargada, como durmiendo el nirvana producido por un régimen de libertades recién estrenado que les permitía vivir con cierta holgura, si se comparaba con la sociedad de subsistencia en la que se habían visto obligados a vivir sus padres y abuelos. Pero nunca, de generación perdida.

A pesar de la lacra social que supone el que algunos de estos jóvenes hayan salido de su periodo escolar casi tan analfabetos como cuando entraron, hay otros muchos que aprovecharon ese tiempo precioso y hoy son hombres y mujeres instruidos y preparados para enfrentarse a una sociedad que se debate en un caos, en un laberinto al que no se le encuentra salida, al menos, siguiendo los métodos enrarecidos e incongruentes a los que se nos está sometiendo en los últimos tiempos. Nuestro sistema social agoniza. Hiede a muerto. Y lo más grave estriba en que la enfermedad no se limita a nuestro país, con sus desgobiernos, sino que además, es la consecuencia de gravísimos desequilibrios mundiales: una política de mercados en la que prima la economía especulativa sobre la productiva, que hace que los pocos poderosos posean más y los muchos hambrientos pasen más hambre.

Por eso centro mis esperanzas de humanización y equidad en esa generación no perdida, despierta, al fin, a la realidad de nuestro mundo, porque, si hay algo más descorazonador que el abuso de los poderosos, es la pasividad de los oprimidos, sobre todo si son jóvenes. En nuestro país, casi la mitad de esos jóvenes no tienen un trabajo al que agarrarse ni esperanzas de encontrarlo, les ha sonado el despertador junto a la oreja y, a los no tan jóvenes, la esperanza de que algo cambie para mejor. Todo comenzó en el pasado mes de abril con aquellas manifestaciones de Jóvenes sin Futuro, y alcanzó gran protagonismo con los Indignados del 15-M. Cambiar el mundo siempre fue cosa de jóvenes, con el apoyo de los mayores, claro. A través de las redes de Internet, esta conciencia de justicia social se está extendiendo por el mundo como una gota de aceite en un baso de agua, la respuesta masiva en más de 80 países exigiendo Democracia Real así lo acredita. Hay quienes aseguran que nuestro sistema sólo podría regenerarse con una revolución social a fondo. Yo cambiaría lo de revolución por gestión, porque las revoluciones, a lo largo de La Historia, siempre se amasaron con sangre. Luchar sin violencia por un mundo más decente puede ser una utopía, pero yo siempre tuve fe en las utopías.

martes, 18 de octubre de 2011

¿Educación...?

No sé con exactitud si educación para adultos equivale a lo que antaño llamábamos escuelas nocturnas, aquel parcheo escolar para los que habíamos llegado a la edad de nueve o diez años (¡qué mayores, oiga!) y teníamos que trabajar durante el día para ayudar en el sustento familiar ya que aquello de que los críos veníamos a este valle de lágrimas con un pan debajo del brazo, pronto se vio que era un camelo.

Sea como fuere, yo aprendí lo poco que sé en esas escuelas nocturnas (y en los tebeos del Guerrero del antifaz), por eso tras leer en este periódico que en Onil van a suprimir la escuela de adultos por que su ayuntamiento no puede soportar semejante gasto y porque tal enseñanza no resulta productiva, no dejo de devanarme los pocos sesos que creo tener tratando de amarrar esta mosca por el rabo y, se me vienen a las mientes las siguientes preguntas: si las últimas clases nocturnas que yo recibí datan de 1962 y 63 del siglo pasado, en plena dictadura, no parecían suponer tal quebranto económico para nuestras administraciones públicas, habrá que concluir que ahora somos más pobres que en aquellos oscuros tiempos, y, si se ha llegado al convencimiento de que además esta instrucción no resulta rentable, nos lleva a pensar que La Enseñanza, más que para saber dónde queda el río Ebro, sumar seis más nueve o redactar una carta que resulte legible, habrá que encauzarla para las altas finanzas, la sabia especulación o la política de altos vuelos que son valores sólidos y de gran provecho.

En tiempos no muy lejanos, se consideraba que hacer hombres de provecho consistía en inculcarles una buena enseñanza por parte de sus profesores y unos principios de decencia por parte de los profesores, con la imprescindible colaboración de padres y abuelos. En los que nos ha tocado vivir, parece que lo que prima es que hembras y barones adquieran la suficiente sagacidad para conquistar cotas de poder, formar parte de los privilegiados que cortan el bacalao y, si ello no es posible, emparentar o trabar amistad o parentesco con senadores, diputados u otros cargos de lustre, con esto tienen asegurado el presente, y quien sabe si también el futuro; todo induce a pensar que éste, es el camino que habrá que seguir para ser hombres y mujeres de “provecho”. A lo ya conocido me remito: todo mortal que da unos chupetones a las ubres del Erario Público, queda tan reconfortado que después no hay forma humana de despegarlo de la teta de la mamandurria.

viernes, 7 de octubre de 2011

Alzheimer

Desde hace unos meses, tal vez medio año, no oigo sus llamadas de auxilio, aquellos lamentos angustiosos de niña que se ha perdido en una pesadilla y sabe que cualquier paso que dé puede suponer su perdición. Entonces bajaba las escaleras y lograba calmarla. No me resultaba difícil, puesto que me presentaba con aire risueño y despreocupado, dispuesto a convencerla de que su desesperación no tenía razón de ser. Me contaba que había parido un niño y no tenía leche para alimentarlo; cogía un pico de la manta con que cubría sus piernas en la silla de ruedas y se lo arrimaba a sus senos exhaustos: Mira Tomás (me decía entre sollozos, aplicándome el nombre de mi padre) hace ya horas que me nació y no tengo ni una gota de teta que darle, ¡se me va a morir! Yo le abotonaba la pechera y le arrimaba el pico de la manta bajo su cuello: No te preocupes, mamá, la vecina, Inés la Curra, ha tenido también un crío y tiene leche de sobra. Al nuestro lo ha hartado de mamar, ahora duerme. No grites, porque se despertará.

Al momento caía en una verborrea confusa, de la que sólo yo podía sacar algo en claro, puesto que mentaba a gentes de su edad, y hasta mayores; los más de ellos, pupilos ya del camposanto. Podría decir que me llenaba la casa de muertos, pero sus gestos y su rostro se embalsamaban de sosiego, hasta me parecía que sus labios marchitos ensayaban un amago de sonrisa. Era entonces cuando yo aprovechaba para continuar con mi relato ‘La vida en un cuadro’, completamente inspirado en aquellas vivencias.

Al haber conocido personalmente a aquellos personajes del pasado, no me costaba demasiado meterme en el mundo fantasmal de mi madre, esto la tranquilizaba más, creo, que los medicamentos de su tratamiento, yo era su único asidero, quien la comprendía y daba carta de autenticidad a su ‘realidad’, aunque, me metía hasta tal punto en su mundo de alucinaciones, que a veces llegaba a temer no saber salir de él.

Fui descubriendo –ya que 11 años de enfermedad dan para mucho– que a los desdichados que padecen esta dolencia llamada Alzheimer se les va erosionando la memoria del final al principio, algo así como si uno lee un libro y comienza a borrársele de la memoria el desenlace final y la trama, hasta quedarle guardados en la mente tan sólo los primeros párrafos del relato. Ahora, casi 3 años después de su muerte, he dejado de oír sus llamadas de niña perdida en la ciénaga de sus alucinaciones, pero perduran en mi recuerdo sus ojos azules, sin fondo, a los que sólo se asomaba el desamparo, el más absoluto patetismo.

domingo, 2 de octubre de 2011

La vida en un cuadro

El abuelo siempre me hace parar en el mismo escaparate. Al abuelo le ha ido secando la mente los últimos años una de esas demencias seniles y el reloj del tiempo se le ha parado en algún rincón de la memoria; a muchos ancianos les ocurre y su subconsciente, su instinto, o la angustia de sentirse perdidos, les empuja a aferrarse a lejanos pasajes de su vida, a su juventud, e incluso a su infancia, a épocas en las que su ingenuidad les llevaba a elevar las cosas más fútiles al rango de lo trascendental.

-Déjame aquí un ratico, chiquilla –me dice cuando pasamos frente al escaparate que nos coge de camino al parque–, aguarda que mire una miaja la estampa de las mulas. Tú mientras, si quieres, te puedes pintar los labios y los ojos; ya sabes que yo no le voy a decir nada a tu madre –me advierte con un guiño de complicidad.

Esa estampa que día tras día atrae tan poderosamente la atención del abuelo, no es más que una pintura enmarcada que luce en el centro del escaparate, rodeada de prendas de vestir masculinas. El cuadro, de aproximadamente ochenta centímetros de alto por treinta de ancho, representa una reata de mulas tirando de un carro. La mula que encabeza la reata tiene un pelaje marrón, tirando a negro y un rodal blanco en la frente. A la zaga del carro, camina un hombre ataviado con las prendas que habitualmente utilizaban arrieros y carreteros hasta mediados del siglo pasado: pantalón de pana, blusón de lienzo negro y la cabeza cubierta con boina del mismo color; esas mismas prendas las había visto yo en las fotografías que el abuelo guarda en el maletón de su dormitorio, y que a mí tánto me gustaba que me mostrara cuando él todavía estaba lúcido, porque al contemplar las fotos, me narraba historias de su juventud que le venían a la memoria.

Al abuelo no le queda ni un diente en la boca, ni dientes ni muelas; él suele decir que su boca parece un cuartel sin soldados, pero por más que nos hemos empeñado, no consiente que le acoplen una dentadura postiza: no quiero en mi cuerpo nada que no sea mío, afirma convencido. Cuando mira embelesado el cuadro del escaparate (la estampa, como él la llama) se le descuelga un poco la mandíbula y su rostro, visto de perfil, adquiere un gesto de infinita inocencia y sus ojos acuosos son ventanas abiertas por las que se le asoma el alma. Esto es lo que me ha empujado a escribir sobre él, sobre lo que veo a través de esas ventanas y sobre las muchas cosas que él me contaba antes de… antes de que su cerebro se reblandeciera hasta llegar a la simple inocencia infantil.

Lleva meses, va para un año ya, obsesionado con la estampa del escaparate, sobre todo con esa mula que encabeza la reata de tres que aparentan tirar del carro de dos varas. Es un animal de pelaje castaño-oscuro, como ya creo haber dicho, de estampa vigorosa, aunque un tanto desgarbada; las orejas enhiestas y ligeramente inclinadas hacia adelante, como indicando con absoluta certeza el camino a seguir. El rodal de pelo blanco de su frente, lo circundan varios picos, otorgándole forma de estrella.

-Es el vivo retrato de mi mula, la Estrella, zagala –sentencia el abuelo siempre que me quedo junto a él contemplando su cuadro–. Fíjate en sus ojos: grandes y color de miel, como los caramelos de antes. Es un retrato que alguien le tuvo que sacar a mi Estrella antes de que se muriera, claro.

Yo, por más que me empeño, no acierto a verle al animal ese color de ojos que dice el abuelo, claro; solo es capaz de verlo él, alumbrado por el rescoldo de sus recuerdos. Antes, cuando yo era más pequeña y la mente del abuelo todavía era capaz de hilvanar punto por punto las historias vividas en su juventud, me contaba sus azarosas andanzas como arriero, contrabandista, carretero y estraperlista: la mula Estrella siempre fue el eje sobre el que giró su supervivencia y la de su familia. Ella alentó mis afanes aventureros de la juventud y me ayudó a llevar a mi casa el pan de mis hijos más tarde.

Cómo me gustaría ahora contar con el apoyo y los sabios consejos del abuelo, si la lucidez de su mente hubiera aguantado unos años más, ahora que estoy traspasando ese umbral tan atribulado que separa la niñez de la juventud y que tántas incertidumbres me produce. La relación con mis padres es buena, sin embargo no me sentiría cómoda confesándoles mis primeras experiencias en el terreno amoroso, si es que así merece llamarse a estos primeros pasos, que tienen tanto de apasionados como de torpes, espoleados por el instinto y marcados por la ignorancia, que acaban siempre sumiéndome en un laberinto de dudas. El abuelo, con su sabiduría y su exquisita sutileza, supo, desde que yo era muy pequeña, marcarme el camino a seguir, sacándome de mis miedos y mis zozobras infantiles con consejos tan contundentes como acertados; fue mi guía, mi norte para arribar a puerto seguro en mis trascendentales travesías infantiles, lo mismo que su mula, la Estrella, lo guiara en las noches de contrabando de su juventud por aquellas intrincadas montañas que marcan los poco claros límites entre Extremadura y Portugal.

Cuando yo andaba por los doce o trece años, él me contaba los amoríos de sus años mozos, unos amoríos (así los llamaba él) cargados de romanticismo novelesco; más tarde he llegado a dudar si eran reales, se los inventaba, o se limitaba a dar a la realidad ese barniz poético con el que acostumbraba embellecer todo lo que me había venido contando desde que comencé a tener uso de razón. Por aquel entonces la abuela todavía vivía (hace próximo a dos años que murió) él siempre terminaba sus relatos advirtiéndome, con un guiño de complicidad: Y de esto a la abuela ¡ni una palabra!

El broche que puso fin y conjugó en uno solo los amores de mi querido viejo fue la abuela Isabel: Mi portuguesa, como él la llamaba.

Todo había transcurrido en unas pocas horas, según me lo contó el abuelo. El entonces joven contrabandista, llegó al caserío a recoger su carga con los últimos claros de una tarde primaveral, aromatizada de jaras y resina de los pinos que poblaban los entornos. La Portuguesa, con sus diecisiete años acabados de cumplir, trajinaba en la cocina mientras su padre y el recién llegado sacaban cuentas sobre el fardo que había preparado en el portal. El padre de la joven propuso al contrabandista que se quedara a cenar antes de emprender el duro y peligroso camino de regreso, cosa que éste aceptó agradecido. Una mirada en el transcurso de la cena, bastó para que los dos jóvenes supieran que sus destinos caminarían uncidos desde aquel momento hasta el fin de sus días. Aquella noche, la mula Estrella cargaría sobre su lomo la mercancía más valiosa que había transportado en toda su historia de sierra y contrabando: a su amada Portuguesa. Sesenta y dos años después, cuando la Portuguesa murió, el abuelo, con la garganta seca y la voz quebrada, dijo: Ha sido la mejor compañera y la madre más valiente para mis hijos que yo jamás hubiera podido soñar. Gracias por esos sesenta y dos años, cuatro meses y siete días de felicidad que me has regalado.

Fue a partir de entonces cuando el abuelo comenzó a dar claras muestras de sus desvaríos, en tanto yo pasaba de la niñez a la pubertad. Todo vino casi al mismo tiempo, por un lado mis ansias de vivir intensamente las experiencias que ese mundo recién abierto ante mí me ofrecía, por otro los desengaños que me acarreaba cada paso que iba dando en ese mundo tan atrayente como desconocido. Era como si el Destino se hubiera propuesto darme la sal y negarme el agua. No digo que en los tiempos que corren una adolescente no dispone de la suficiente información para afrontar esa etapa tan delicada, puesto que en el colegio se habían impartido charlas al respecto, amén de recomendarnos libros escritos por verdaderos expertos en la materia y, hasta mi madre (no con demasiada habilidad, justo es decirlo) también me había alumbrado ciertos detalles sobre el particular, aunque, de forma un tanto atolondrada, como digo, lo que hacía que sus bien intencionadas explicaciones no lograran verter demasiada luz en el entramado de mis tribulaciones.

Tampoco quiero decir, ni siquiera pensar, que con el abuelo hubiera tenido yo la suficiente confianza para abordar temas tan íntimos, ni aunque él hubiera estado en la plenitud de su lucidez; pero estoy completamente segura de que mi querido viejo, intuitivo por naturaleza, habría estado al tanto de mis bruscos cambios de humor y, con la sutileza que siempre le caracterizó, logrado ser el faro que guiara mi barco a buen puerto.

Aunque cada vez más espaciados, el abuelo muestra todavía ciertos ramalazos de lucidez. Una de esas ocasiones se dio el día que descubrió la estampa de las mulas en el escaparate. Íbamos camino del parque, lugar al que yo solía llevarle un rato las tardes que la bondad del tiempo lo permitía, el tiempo y mis quehaceres, ya que estaba en una fase de mis estudios en la que era mucho lo que me jugaba, puesto que atravesaba esa difícil encrucijada en la que se decide si un joven, cualquiera que sea su sexo, logra saltar a estudios superiores o quedar estancado, dejando en la cuneta el esfuerzo y aspiraciones que le han espoleado los años pasados.

Después de observar un rato la estampa, nos sentamos en un banco, junto a una fuente y comenzó a contarme el final que había tenido la historia de su mula Estrella, recuperando (por no sé qué milagro) aquella gracia tan suya para contar historias.

Dejé lo del contrabando, –comenzó-. Aquella no era vida para un hombre casado y con la mujer preñada, pasando las noches sola en casa, con el alma agarrotada en la garganta temiendo siempre que a mí me hubiera ocurrido algo por aquellas sierras. Habíamos juntado unos ahorrillos y compré un carro viejo que me recompuse hasta dejarlo útil, también me compré una borrica rucia para que ayudara a la Estrella a tirar del carro. Llevaba aceite de oliva a Castilla la Vieja y me traía vino, en fin, me iba defendiendo. Así llegamos a poner mozuelos a tu madre y a sus dos hermanos, hasta que… bueno hasta que la Estrella comenzó a flaquear, ya sabes, a ir perdiendo su empuje. La vejez no perdona a nadie, ni siquiera a las mulas, ¡con lo que había sido la Estrella!

Aquel día el abuelo me hizo concebir cierta esperanza, pues salvo algunas pausas un poco largas en su relato –que yo me empeñaba en justificar achacándolas a que buscaba en su memoria detalles sobre aquellos lejanos pasajes de su vida– hablaba con absoluta coherencia, sin apenas caer en lagunas que delataran su demencia.

Al fin tuve que decidirme –continuó el abuelo contándome– la Estrella no estaba ya para trotes; se la cambié a unos marchantes de aquellos contornos por una muleta joven, hube de abonar algún dinero en el cambio, pero sabido es que en la juventud siempre estuvo la esperanza. Los marchantes me aseguraron que la Estrella estaría bien cuidada lo que le quedara de vida, pues ya estaba destinada a una familia de hortelanos de un pueblo vecino, o sea, que el trabajo en la huerta sería llevadero y disfrutaría de comer todos los forrajes que le apetecieran. Tu abuela, mi Portuguesa del alma, se pasó dos semanas sin asomar por la cuadra ni por el corral ¡qué cuesta arriba se le hacía no ver a la Estrella en casa!

Un hombre comete errores y tiene aciertos a lo largo de su vida y para mí, deshacerme de la Estrella, fue el peor paso que di en toda mi historia de carretero –continuó el abuelo con gesto apesadumbrado– lo vi claro apenas dos meses después. En las inmediaciones de una aldea, en el camino hondo de la vega, mi compadre Ignacio y yo tuvimos que parar nuestros carros porque un poco más adelante se había juntado un grupo de hortelanos: algún atasco, pensamos, en aquellos caminos enfangados esto era harto frecuente.

Cuando llegamos al grupo de hortelanos, vimos a una bestia caída, atascada en el fango y bajo tres enormes haces de forraje que apenas dejaban ver la cabeza del animal. Dos de los hombres que formaban el grupo, parecían muy enfadados y entre reniegos y, algún que otro palo que propinaban a la pobre bestia, trataban a la desesperada que el exhausto animal se pusiera en pie, aunque todo resultaba inútil, la mula había llegado a tal extremo de abatimiento e insensibilidad, que no reaccionaba ni siquiera al dolor del castigo.

¡Esa no es forma de tratar a un animal que está agotado!

Uno de los hombres se volvió hacia mí dispuesto a responderme airadamente, cuando de entre el forraje y el barro emergió una especie de lamento, ese gemeco áspero, entre relincho y rebuzno que suelen emitir las acémilas. ¡Era la Estrella, mi Estrella, había reconocido mi voz! Uno de los dueños de la mula se dirigió a mí con gesto algo más sosegado:

-La compramos hace como dos meses a unos marchantes. Nos han engañado. Es tan vieja, que la pobre no puede ni con su propio rabo.

No me costó mucho llegar a un acuerdo con los hortelanos. Me la vendieron por muy poco dinero, conscientes, sin duda, del escaso provecho que en el futuro podrían sacar de aquel saco de huesos y pellejo.

El abuelo se sonreía al llegar a este punto.

Cuando saqué mi navaja cabritera de entre la faja, los dos hombres retrocedieron espantados, hasta percatarse de que sólo pretendía cortar las sogas que amarraban los haces de forraje a los escuálidos lomos de mi Estrella. Aquella noche llegué a casa y tu abuela me vio asomar con la mula atada del ronzal a la zaga del carro, reía y lloraba como una chiquilla, se me abrazó al cuello y por poco me estrangula, ella, que siempre fue tan recatada, tan discreta.

La Estrella murió dos años y medio más tarde. Tuvo una vejez sosegada; salía al cercado a comer y a solazarse y llamaba a la abuela con uno de aquellos relinchos raros para que acudiera a darle un mendrugo de pan, los desperdicios de la verdura, o simplemente le hablara al tiempo que le rascaba la estrella blanca de la frente.

Esta misma historia me la había contado el abuelo otras muchas veces, pero nunca con tanto sentimiento ni tan enriquecida en detalles; me da por pensar que su subconsciente, o lo que quiera que sea, le advertía que a su mente le quedaban ya muy pocos ramalazos de lucidez para hilvanar sus historias. Si es así acertó, porque fue lo último coherente que he oído de sus labios, supuso la despedida definitiva antes de sumergirse en los terrenos pantanosos de su demencia. Desde entonces hecho en falta sus historias de sierra y contrabando, sus amores impregnados de un delicado romanticismo que me hicieron concebir la vida y, sobre todo el amor, como algo bello y digno de ser vivido ¡qué ingenua fui! A veces pienso (aún reconociendo que es injusto pensarlo) que el abuelo en su bondad, pecó de pintarme la vida de un color que ahora descubro desolada que no tiene.

Digo esto porque hace unos meses comencé a salir con un chico algo mayor que yo, más que por sentirme verdaderamente atraída por él, porque todas mis amigas se lo disputaban, él se decidió por mí, me sentí alagada y acepté. Es bien parecido, se desenvuelve muy bien en los círculos que solemos frecuentar los jóvenes, pero su conversación cuando nos quedamos solos no pasa de una verborrea repetitiva e insulsa que siempre termina cansándome. Yo esperaba algo, al menos, de la ternura y poesía que se desprendía de aquellos amores que me contaba el abuelo y me he encontrado, de manos a boca, con una realidad tan fría como el agua de un aljibe.

El desenlace de este amorío, si es que así merece llamarse, tuvo lugar la semana pasada. El chico en cuestión aprovechó la primera ocasión en que nos encontramos solos para tratar de forzarme a hacer cosas que a mí no me apetecían: ¡Quiero poseerte, necesito poseerte! Me decía con tanto apremio que me asustó. Hasta ahí llegaba su ternura, el romanticismo que yo esperaba del amor, acababa de despachurrarse como una fruta madura a la que le echan el pie encima. A duras penas pude librarme del energúmeno a mordiscos y arañazos ¡Dios bendito, yo no quiero ser posesión de nadie! Salí ilesa del trance, físicamente, quiero decir, pero mi mente no podrá desechar jamás el amargor de esos recuerdos. Comparo esta triste experiencia con ciertos pasajes de los amores que me contaba el abuelo y el contraste resulta brutal.

El abuelo siempre habló a la abuela en la lengua de ella, o sea: en portugués, mientras que la abuela siempre se dirigió a él en castellano. Este gesto ya es suficiente muestra del gran respeto que se profesaban mutuamente. En ellos el amor no significaba poseer, sino darse.

Él ahora sigue ahí, como hechizado mirando el cuadro en el que cree ver, y posiblemente vea, a su mula, la Estrella y a través de ella a sus sierras de contrabando y a su querida Portuguesa. Las ventanas por las que le entraba luz a su memoria se han ido cerrado una a una hasta quedarle sólo ese angosto ventanuco por el que apenas acierta a vislumbrar retazos de su pasado. En sus ojos opacos puedo ver asomar el patetismo de sentirse perdido. Yo también lo estoy, abuelo. ¡Tú has perdido el hilo de la vida, cuando yo todavía no he llegado a encontrarlo!

Esos chispazos de lucidez que hasta no ha mucho me hacían concebir algún asomo de esperanza, se van espaciando más entre sí. Cada día que pasa, el abuelo se hunde un poco más en la ciénaga de sus incertidumbres. Hasta aquí, se valía por sí mismo para realizar todas las funciones de su aseo personal, contando, claro está, con las limitaciones impuestas por sus dolencias de huesos, por esa falta de elasticidad propia de la edad, lo que le obligaba a hacerse sus cosas con cierta calma. El problema que se presenta ahora es su falta de coordinación en las más de las funciones que normalmente realizamos diariamente de forma rutinaria, casi inconsciente: días atrás lo sorprendí buscando sus gafas de leer en el frigorífico, sin darse cuenta que las llevaba, como siempre, colgadas al cuello con su correspondiente cordón. Cuando se lo dije, entre risas y bromas, lejos de alegrarse, me puso una cara de desaliento que me congeló la sonrisa en la boca. A partir de ahí no le he vuelto a ver un libro en las manos. En principio pensé que se debía al enfado causado por lo de las gafas y la nevera, pero cuando se lo dije, con el fin de pedirle perdón, comprobé desolada que no recordaba absolutamente nada de lo que le estaba diciendo.

Después de aquello, he intentado en varias ocasiones darle alguno de aquellos libros que en otros tiempos le habían emocionado, y habíamos comentado juntos, pero ante mi insistencia, su respuesta era quedárseme mirando con sus ojos vacíos, como páginas en blanco en las que jamás se hubiese escrito nada. Me costaba creerlo, él, desde que yo recuerdo, había sido un amante de la lectura, especialmente de la poesía. Recuerdo que en varias ocasiones llegó incluso a hilvanar algunos poemas, le he preguntado dónde los guarda y él se esfuerza por seguirme la corriente, pero, lo cierto es que no lo recuerda. Ni siquiera sabe que los ha escrito.

Buscando en su dormitorio he hallado el bloc y me sorprende encontrarlo casi completo, no sólo de poesías, sino también por algunos relatos cortos en los que no cuenta pasajes de su niñez o juventud, como sería de esperar, sino inspirados en la más reciente actualidad y con temas que no tienen mucho que ver con nada que a él o a nuestra familia concierna, o sea: son pura fantasía. Mi empeño no ha sido en vano. Inmediatamente me he ido a donde el abuelo acostumbra sentarse, junto a la ventana que da al parque de Los Tilos, donde pasa las horas mirando el paisaje del otro lado del cristal, o, tal vez el que le deja ver la opacidad de su mente.

Al sentarme frente a él aparta sus ojos del cristal y me mira expectante, como si esperase de mí una explicación que diera algún sentido a sus enmarañadas cavilaciones. Le muestro el bloc abierto por cualquier parte y espero su reacción con cierto temor, recordando lo ocurrido cuando las gafas y la nevera.

-¿Quieres que hablemos sobre esto, abuelo?

-Bueno. –Me responde con una mansedumbre que raya la indiferencia.

Giro mi silla hasta colocarme a su lado y comienzo a pasar páginas muy despacio, en tanto que estudio su rostro en espera de que esos párrafos, escritos por él, sabe Dios cuando, despierten en sus facciones alguna reacción que lo rescaten de la maldita indiferencia.

Y ya comienzo a perder toda esperanza, cuando creo ver que su boca se comienza a distender en una leve mueca que, a falta de algo mejor, tal vez podría llamarse sonrisa. Esto me alumbra que voy por el buen camino y me anima a leer, con voz entrecortada por la emoción, lo primero que me viene a los ojos del bloc que tengo abierto en las manos. Son unos versos, un poema muy cortito, pero entre mi nerviosismo, y la letra manuscrita del abuelo que no me resulta nada fácil de descifrar, termino haciéndome un lío. Siento que la mano del abuelo me acaricia el pelo y veo que la mueca inicial de su boca ha florecido, al fin, en una tibia sonrisa. Sus ojos tienen, casi, la luminosidad de antaño y su voz comienza a recitar con la entonación más tierna que había oído jamás de sus labios:



Tu piel es hierbabuena, sal y pimienta.

Y tu boca canela, limón y menta.



¡No puedo dar crédito a lo que estoy viendo y oyendo! El abuelo ha recuperado el hilo de la realidad. Logrando apenas contener la emoción que me embarga, le pregunto:

-¿Hace mucho que escribiste estos versos, abuelo?

Él titubea unos instantes, tengo la impresión de que mi pregunta le ha desconcertado.

-¡Cómo es posible que no lo recuerdes! –Me reprocha asombrado–. Fue cuando te quedaste embarazada de nuestra primera hija, Camila.

¡Cielo Santo, ahora me está confundiendo con la abuela!

-Nos fuimos dos días a la feria de Trujillo –recalca el abuelo–. ¿No lo recuerdas? Estabas guapísima. Los hombres te miraban con deseo mal disimulado y las mujeres con admiración y envidia. Yo, lejos de sentirme ofendido, o celoso, notaba que el pecho me reventaba de orgullo, consideraba que aquello era un tributo que todos estábamos obligados a rendir a la belleza. A tu belleza.

Esto me sume en un mar de dudas. ¿¡Qué hago ahora!? ¿Qué le digo? Sé que si intento sacarlo de su error corro el riesgo de sumirle más en el laberinto de sus dudas, de su extravío y, ¿si le sigo la corriente…?

Él torna a sumirse en la contemplación de los tejados del otro lado de la calle, lo que me da un respiro para meditar qué actitud debo tomar ante el nuevo rumbo que la cosa ha tomado.

-Las cigüeñas tardan mucho en volver este año. A pesar de que San Blas ya pasó.

-A estas tierras no vienen cigüeñas, abuelo. Además, no estamos en primavera, sino en otoño.

-Ya, pero no se te ocurra comprar nada en la frutería que hay en el mercado de abastos, la que hay tal como entras a la izquierda, porque te meten unas clavadas de mil demonios. A mí me cobraron los tomates a precio de jamón serrano, de… jamón serrano.

Todo ha sido una ilusión. El cerebro del abuelo salta de un asunto a otro sin que exista la más mínima coordinación entre ellos. Viene a ser como una cámara manejada por un chimpancé, que filma imágenes a boleo, sin orden ni concierto. Yo trato de acoplarme lo mejor que puedo a este desbarajuste sin tratar de corregirlo, o haciéndolo de la forma más suave posible, lo de las gafas en el frigorífico me sirvió de lección. Ayer apareció con las zapatillas cambiadas de pié y los botones de la camisa abrochados donde no correspondía, en vez de decirle que se las había vestido y calzado mal, lo enfoqué de esta forma:

-Abuelo, esa camisa y las zapatillas que te has puesto, no son tan cómodas como las que llevabas antes, ¿verdad?

Él se mira las zapatillas y la pechera de la camisa una y otra vez y al fin me responde:

-Si es que hoy lo hacen todo a patadas, no hay gusto por hacer las cosas.

-Vamos a probar a ver si esto tiene apaño –le propongo–. Desabróchate la camisa.

Él hace lo que le digo con movimientos torpes, titubeantes.

-Y ahora abróchatela así –le digo, sujetando los dos picos de abajo.

Cuando al fin logra acoplar la hilera de botones, le digo que se descalce las zapatillas y se las cambio de pié.

-¿Ves como ahora estás más cómodo?

-Si, pero las cigüeñas siempre han vuelto a sus viejos nidos, por San Blas…

-Depende del tiempo que haga, abuelo. Este año la primavera viene muy atrasada, hace todavía tiempo de invierno y a las cigüeñas no les gusta el frío.

-Si –responde el abuelo con gesto resignado–, eso debe ser.

He comprobado que ciñéndome a las reacciones extemporáneas del abuelo, él se siente más seguro, como menos perdido. Cada vez estoy más convencida de que uno de sus más implacables enemigos es el miedo a sentirse perdido, no saber si lo que hace es o no correcto y, compruebo, no sin cierta aprensión, que cada vez me estoy metiendo más en su mundo de desvaríos. Según en qué ocasiones, se dirige a mí como a su nieta, lo que en realidad soy, o como a la abuela cuando era joven, su querida Portuguesa. He llegado a un punto en el que el mundo laberíntico del abuelo me llena de zozobras, pero, incomprensiblemente, me atrae como un imán a un pedazo de metal.

A través de la demencia del abuelo, compruebo que empiezo a conocerme a mí misma. Creo que en esta etapa de mi vida, estoy madurando de forma acelerada. Me baso en esta afirmación en la forma desastrosa en que están llevando el asunto mis padres, sobre todo mi madre, que desde que se declaró la enfermedad del abuelo, continuamente está visitando al psicólogo, en tanto que papá se toma las cosas de forma más sosegada, esto es: refugiándose en el fútbol, que es su gran pasión, y en limpiar y cuidar a su coche, al que mantiene reluciente como un espejo, el tiempo que su trabajo le deja libre, claro. Al abuelo lo trata con gran consideración y respeto, siempre lo ha hecho así, pero no se implica demasiado en el asunto, quiero decir que, cuando el abuelo se dirige a él con alguna de sus absurdas preguntas, papá se encuentra en un serio aprieto y, al no saber qué responderle, opta por la solución más fácil: se desentiende de él, dejando al pobre viejo angustiado, en una situación de absoluto desamparo. Si a mí me coge cerca, me encargo de salvar la situación, acudo a contestar las preguntas que atormentan al abuelo, las más de las veces, con respuestas tan desquiciadas como sus mismas preguntas, pero me da muy buenos resultados. Cada vez estoy más convencida de que no hay mejor táctica que meterme en su mundo de delirios, para que él se sienta más seguro, menos solo, creo haber dicho ya que lo que más le angustia es sentirse perdido. En algunas ocasiones me ha preguntado si han logrado salvar la vida a su amigo Rafael, al que él había dejado en la puerta de un hospital muy mal herido y le respondo que sí, que ya están a punto de darle de alta.

-Menos mal –me contesta aliviado–. Yo tuve que huir, ya sabes, por lo del contrabando, pero… no me explico como las cigüeñas no han asomado por aquí todavía. Al Pobre Rafael no le he vuelto a ver, no… le he vuelto a ver. Ya pasó San Blas. No sé por que las cigüeñas…

Yo logro tranquilizarle asegurándole que he visto ya una pareja de cigüeñas en las torres de alguna iglesia de la ciudad y esto le tranquiliza, aunque no por mucho tiempo, al instante su rostro se entristece y la angustia vuelve a asomarse a sus ojos.

-Rafael puede que esté sufriendo, allí solo, en el cuarto triste del hospital, no tiene a nadie, sólo a mí.

-No, abuelo. He estado yo hablando con él y…

-¿Cuándo?

-La semana pasada. Me dijo que te diera recuerdos y que estuvieras tranquilo, ya le han dado de alta en el hospital. Sus heridas no eran tan graves como aparentaban. Me dijo que cualquier día se acercaría por aquí para saludarte y charlaríais un rato.

-No sabes el peso que me quitas de encima, Isabel.

Ahora piensa que yo soy la abuela, me coge las manos entre las suyas trémulas y acaba diciendo.

-Querida Portuguesa. Qué sería de mí sin ti.

Hay veces que esa tranquilidad que yo le proporciono le dura un día, unas horas o sólo un minuto, pero en cualquier caso, siempre vale la pena sacarlo de las tinieblas de sus miedos, de esas zozobras que lo atormentan cuando sus delirios lo llevan a creer que está faltando a un deber al no acudir a evitar una tremenda tragedia. En otras ocasiones, su mente le traslada a las sierras de su juventud, en las que se ha visto obligado a desviarse de su ruta, huyendo de la guardia civil de frontera, pasan las horas y la amanecida se le viene encima, con lo que se verá obligado a permanecer oculto en algún barranco hasta la noche siguiente, angustiado sabiendo que la Portuguesa estará en casa con los hijos, con el alma en la boca temiendo que los guardias lo hayan detenido, o lo que es peor: que lo hayan tiroteado y esté herido, o muerto. Yo, guiándome por sus balbuceos, o sus frases inconexas, pronto cojo el hilo de la historia que le atormenta, entro en ella de rondón y asumo mi papel de la Portuguesa; junto mi mejilla a la suya y le digo casi en un susurro:

-Tranquilo, estás aquí en casa, conmigo. Lo que ocurre es que te has quedado un poco traspuesto y has tenido una pesadilla.

-Entonces –pasea sus ojos desorientados por la habitación, luego me contempla fijamente, acaricia mi rostro con las yemas de sus dedos trémulos, como para asegurarse de que lo que digo es cierto y termina sentenciando–: tengo que dejar el contrabando. Esto no es vida para un hombre casado y, con hijos y… con hijos.

Contrariamente a lo que cabría esperar, voy escapando bastante bien en lo que se refiere a mis estudios. De seguir así, espero superar el curso, sino con notas altas, (nunca lo he hecho) sí al menos con cierta holgura. Paradójicamente, el tiempo que dedico al cuidado del abuelo lo aprovecho para estudiar y llevar al día mis ejercicios. El pobre viejo tampoco precisa de muchos cuidados, al menos de momento: con salir al paso en sus trances de angustia con respuestas acorde con los temas que le vienen a la mente, metiéndome en su mundo, como ya he dicho, y aplicando las respuestas adecuadas en cada situación, es suficiente terapia para hacerle más llevadero su desamparo y, son muchas las horas que transcurren en las que sólo mi presencia basta para que se sienta acompañado y tranquilo. Mis padres comienzan a mirarme con cierto recelo, sobre todo cuando me ven inmersa en ese mundo intrincado y laberíntico del abuelo, que datan de hace medio siglo y se componen de personajes que, de querer conocerlos, habría que buscar en los cementerios más desconocidos y remotos.

Mamá, de tendencias más dadas a la histeria que al razonamiento sosegado, ha llegado incluso a preocuparse hasta el extremo de temer por mi salud mental y le ha explicado mi comportamiento, en lo que se refiere a mi relación con el abuelo, al psicólogo que la trata a ella, proponiéndome que la acompañe en alguna de sus visitas para que este señor y yo tengamos un cambio de impresiones, propuesta que he rechazado de plano, creo, sinceramente, que el hecho de acudir a la consulta de este señor, ya supone aceptar que no ando muy bien de la “olla” y, yo me veo perfectamente equilibrada, lo avalan los razonables resultados en mis estudios y mi comportamiento con las gentes de mi entorno, entre otras muchas cosas que no creo necesario enumerar aquí. ¿Qué mis “anormalidades” estriban en la facultad de acompañar al abuelo en sus delirios, con el fin de que no ande angustiado y solo por ese mundo tenebroso? Pues bendita anormalidad la mía, si esta actitud por mi parte hace que su calvario resulte más llevadero. Si, ya sé que el que yo me sienta normal no quiere decir que en realidad lo esté, puesto que todos los locos se creen cuerdos y piensan que los locos son los demás, pero lo cierto es que yo me siento bien así, haciendo lo que hago y viviendo como vivo.

Soslayo, en la medida que puedo, enfrentarme a mamá, porque ella sí necesita apoyo psicológico. Anda siempre con los nervios de punta, cuando oye al abuelo decir angustiado que se ha perdido y no sabe volver a su casa, o que una de sus niñas ha caído al río, está a punto de ahogarse y el no llega a tiempo de salvarla, o cuando se pone a gritar que no sabe donde está ni quién es y rompe a llorar con el desamparo de un niño, mamá se pone para que le dé algo, sobre todo si no estoy yo cerca para apaciguar al abuelo, aplicando la medicina que mejor resultado da. La única: seguirle la corriente y convencerle de que no se encuentra solo. Yo, su Portuguesa, o su querida nieta, según el caso, está con él para tranquilizarle, para hacerle ver que el peligro ya ha pasado, o que sólo se trataba de un mal sueño.

Y de esta forma va transcurriendo mi vida, nuestra vida. Una táctica que me sigue dando buenos resultados, es continuar saliendo a pasear con el abuelo los días que el tiempo lo permite, solemos ir al parque a desmigar pan para los gorriones, a él le entretiene mucho ver cómo los animalitos, una vez perdida su timidez, acuden a buscar las miguillas hasta sus mismos pies. Siempre acabamos recalando en el escaparate del cuadro que representa el carro con la reata de mulas. El abuelo lo mira embelesado, como si ejerciera sobre él una especie de hechizo, pero ya no dice nada, ni una alusión, ni el más leve comentario, cuando le pregunto qué ve en la estampa, como hasta no ha mucho el lo llamaba, me mira con ojos interrogantes, como dando por supuesto que tendría que ser yo quien diera explicaciones del cuadro y su significado. Esta actitud me desconcierta, con lo que, al menos por unos instantes, ambos nos perdemos en el mismo laberinto.

Uno de los pocos asideros que me van quedando para mantener el hilo que me une a la frágil coherencia del abuelo, son sus manuscritos. En algunos de esos relatos encuentro pasajes muy bien construidos, metáforas muy oportunas e historietas sumamente interesantes, algunas de ellas muy de nuestro tiempo, otras no tanto, pero a todas las que se inspiran en temas amorosos las une un denominador común: esa mezcla de pasión y zozobra, una amalgama de sentimientos en los que se entrecruzan la generosidad y el más crudo egoísmo, aunque en los relatos del abuelo siempre termina triunfando el Amor, con mayúsculas. Comprendo, ahora, que las historias que me había venido contando de viva voz, iban dirigidas a una niña, impregnadas de candidez y ternura, pero desnudas de la cizaña que lleva aparejada toda relación humana, amorosa o no. Por eso, los manuscritos que ahora voy desgranando, me descubren un mundo más real y me están ayudando a aceptar la vida como es: con sus agridulces, con sus claroscuros. Todo esto me está abriendo los ojos a una realidad en la que es preciso poner lo malo en el platillo de una balanza y lo bueno en su gemelo, para comprobar cómo, en los más de los casos, el platillo de lo bueno siempre gana en peso. Para concluir, en los manuscritos del abuelo he encontrado un asidero que sigue suponiendo para mí una valiosa guía en este delicado trance que va de la niñez a la adolescencia.

Me siento junto a él, cerca de la ventana y me pongo a leer en voz baja. Voy subiendo el tono hasta que creo haber captado su atención. Sé, entonces, que volverá su mirada hacia mí, como si lo que oye de mis labios le resultara familiar. Se me quedará mirando con ojos adormecidos por sabe Dios qué sentimientos no borrados del todo, que le resultan gratos, de eso no me cabe duda, lo avala esa tenue sonrisa cómplice que comienza a endulzar su rostro como un bálsamo de paz. Continúo leyendo, al tiempo que observo de reojo su rostro dividido por infinidad de surcos y, parte de mi mente, vuela a las sierras fronterizas del abuelo, a sus noches de amor y contrabando, y hasta me parece oler la resina de los pinos y el delicado aroma de las jaras y los romeros, y oír las esquilas de viejas trashumancias y el profundo ladrido de los mastines, en tanto que unas nubes cárdenas acompañan al sol hacia su ocaso, sabiendo que ese sol, lleva aparejada la promesa del nacimiento de otro nuevo.

FIN