sábado, 20 de agosto de 2011

Fin de un trayecto


El cierzo, de andar callado y sigiloso, es tan fino esta noche que cala hasta los adoquines, aunque al viejo que permanece sentado en uno de los dos bancos, bajo el rectángulo de chapas metálicas que cubre parte de la pequeña estación (más bien simple apeadero) no parece importarle demasiado. La mortecina luz de una de las tres farolas que penden de la techumbre cae sobre su cabeza, iluminando, a medias, su rostro de hirsutas mejillas y nariz ligeramente aguileña. Los ojos apenas llegan a reflejar el brillo de la noche, sombreados por el ala estrecha de un sombrero de buen paño, que parece sacado del mismo género del abrigo con el que va vestido.

Cuando sale de su garita el empleado de la estación, uniformado de azul marino y con un gran farol de pilas en la mano, el viejo no cambia su expresión hierática ni aparta su mirada vacía de la lejanía que le brindan los raíles relucientes de escarcha. El empleado cruza ante él con paso rápido y le dirige una fugaz mirada antes de atravesar las dobles vías y pasar al otro lado, donde alumbrado por su farol, revisa vagón por vagón el tren de mercancías que reposa en una vía apartada. Cuando sale del radio que iluminan las tres farolas del cubierto, el que él lleva en la mano parece caminar solo por la negrura de la noche, hasta perderse al fin detrás del último vagón.

El viejo parece haber salido de su abstracción y enciende un cigarrillo. Sabe que eso acelerará su fin, pero ha llegado a una conclusión inapelable. He gastado mi vida inútilmente y, cuanto más se alargue el final más larga será mi lista de errores. Marta ya se lo ha dicho al final de la larga conversación –de casi tres horas– que ha mantenido con ella: ¿En qué has gastado tu vida, Rodri, pobre diablo?

Porque Marta nunca se anduvo con chiquitas a la hora de soltar lo que piensa; ahora, que es ya una vieja acartonada, todavía le canta las cuarenta hasta al lucero del alba, si llega el caso, pero eso si: ha sido siempre y sigue siendo, la única persona en todo el pueblo en quien se puede confiar ciegamente, con absoluta confianza; por cada poro de su piel respira una honestidad que nace de su exacerbado sentido de la justicia.

Los razonamientos de Marta y sus consejos son sentencias que han entrado como dardos en la conciencia de Rodrigo de forma despiadada, pero como siempre, reconoce –aunque muy a su pesar– que le ha señalado el camino a seguir. El más acertado, el único, quizás. Rodri tú ya no eres de estas tierras. Tus funerales se celebraron hace más de cincuenta años y los resucitados ya no pueden encajar nunca en el hueco que dejaron.

El empleado de la estación vuelve ya de hacer su ronda. Rodrigo Herrera Ayala llega a la conclusión de que la historia vana de su vida podría caber en la estrechez de los dos tramos de raíles que tiene ante los ojos, con la diferencia de que estas vías que la oscuridad se come unos metros más adelante, tienen un destino, un amanecer más allá de la noche, o muchos destinos en los que siempre habrá alguien esperando. A él no hay nadie esperándolo en ninguna parte. Su destino empieza y acaba en sí mismo; en la tortura a que lo viene sometiendo su conciencia desde hace más de medio siglo.

-Todavía faltan casi dos horas hasta que llegue el expreso para Barcelona.

Es el hombre del farol, que después de haber pasado ante Rodrigo, ha retrocedido unos pasos hasta encararse con él; el viejo alza los ojos hasta encararlos con el empleado con gesto desorientado, como si le hubieran arrancado de un profundo sueño. El empleado insiste:

-Decía que está cayendo un sereno que se congelan los sesos y faltan casi dos horas para que pase su tren… Si quiere puede venir conmigo a la garita y tomamos un café calentito.

Rodrigo parece salir de sus cavilaciones. Sonríe y asiente con repetidos movimientos de cabeza.

-Si, gracias, muchas gracias.

Se pone en pié con ciertas dificultades que se manifiestan en los doloridos gestos de su rostro, y para cuando intenta coger la maleta de piel marrón que tiene junto a las piernas, el joven ya la lleva en la mano.

-Deje deje, yo la llevaré.

La garita tiene unos cuatro metros de ancha por tres escasos de fondo. La ocupan casi por completo dos sillas de madera con apoyabrazos, una mesa rectangular junto a la ventana y una estufa de leña, redonda y panzuda, en la que se pueden apreciar vestigios de que un día fue pintada de purpurina plateada.

-Siéntese ahí, abuelo, junto a la estufa, bueno –trató el joven de disculparse, un tanto azorado–, perdone que le llame abuelo, es… es una costumbre de aquí, de la tierra…

-¡No, por favor, no te disculpes! Te aseguro que me ha sorprendido y, hasta me ha emocionado que me llamen abuelo, sobre todo de la forma tan cariñosa que tú lo has hecho –el viejo sonríe abiertamente, quizás por primera vez en mucho tiempo–. Fíjate que ahora ya no me apaño a llamarte de usted, claro, cómo voy a llamar de usted a un nieto…

-Eso me alegra –dice el ferroviario con gesto jovial–. ¿Entonces, me acepta esa taza de café…?

-Pues, no quisiera causarte molestias…

-¡Qué va! Si más bien me hace un favor. ¿Usted sabe lo largas que se hacen las noches aquí, uno solo, sin más compañía que el gemido de las lechuzas que se paran en el tejado? Dentro de media hora pasará el rápido y ya, hasta las trece quince que llega el expreso y para cinco minutos, no tengo nada que hacer en toda la noche. Si me doy una vuelta por el mercancías que está en vía muerta, es más por no dormirme que por necesidad de revisar los vagones.

-Gracias –dice Rodrigo al coger la taza humeante que le ofrece el joven.

El primer sorbo pone ante los ojos del viejo las vigas del techo: maderos torcidos, encalados infinidad de veces, con un amarillo como de orín, debido al humo de la estufa. Le recuerdan los del techo del cuarto trastero del ayuntamiento, habilitado para cárcel en aquella época maldita que ha llevado cosida al alma toda su vida. Allí, en aquel cuartucho inmundo, estuvo encerrado dieciséis días Víctor, el hijo de don Raúl el boticario, hasta que…

-Este café es del bueno, ¿sabe usted? Me lo prepara mi madre en casa todos los días en una cafetera como esas de los bares, solo que pequeñita, usted ya me entiende.

El joven continúa hablando de cosas intrascendentes hasta que se oye, muy lejano, el silbido del rápido. Entonces se pone de pié, se echa el grueso chaquetón sobre los hombros y dice, al tiempo que coge el farol:

-Voy a dar luz verde a “la barrendera”.

Suena un segundo silbido cercano, inminente, acompañado de un bramido tempestuoso que hace estremecer la frágil garita como si de pronto hubiera caído sobre ella la furia de un huracán. Luego el tropel se va alejando con la misma vertiginosidad con que había aparecido y el silencio se hace más patente, ominoso. El viejo respira aliviado cuando se abre la puerta y aparece el ferroviario sacudiéndose el aguanieve de la gorra y el chaquetón.

-¡Dios, qué noche más perra! – Y ya acomodado junto a la estufa añade–: le llamo la barrendera, al rápido, digo; porque cuando pasa arrambla con todo lo que pilla: papeles, hojas de los árboles… no hace mucho se llevó a un perro y gatos… ni le cuento.

Dicho esto, se sirve otra taza de café y ofrece una a Rodrigo, que rechaza cortésmente con un gesto.

-Cuando llegan estas horas, tengo que ayudarme con el café, me entra un sueño que me caigo –agrega el joven al tiempo que se desprende de la tosca pelliza.

-Podrías echar una cabezadita –dice el viejo– yo me ocuparé de llamarte si suena el teléfono o surge alguna cosa.

-¡No! –Niega el empleado con gesto alarmado–, me jugaría el puesto. Además, esta noche no tengo sueño, me siento bien acompañado. Por cierto, usted no parece ser de estas tierras…

-No –responde el viejo tras una breve pausa, como meditando cuidadosamente su respuesta–. Ni de estas, ni de ningunas.

El joven se pone a hablar nuevamente de cosas banales. Se ha dado cuenta de que su acompañante no parece dispuesto a revelar nada tocante a su identidad y termina concluyendo que sus razones tendrá. Quién sabe qué enrevesada historia llevará a cuestas este hombre de porte y modales elegantes. Y con esta interrogante bailándole en la cabeza, aprieta la tecla de un pequeño transistor y apoya la cabeza contra la pared, dejando que la música endulce sus sentidos, mientras que en la memoria de Rodrigo comienza a revivirse la ácida conversación mantenida con Marta horas antes.

“Si de verdad erais republicanos, como decíais ser –había dicho Marta–, tendríais que haber estado en las trincheras, pegando tiros, que es como dicen que se ganan las guerras, en vez de quedaros aquí, al abrigo del pueblo, hechos unos huevazos, bebiendo vino y requisando ¿no lo llamabais así? Todo lo que os daba la gana para “la causa” ¡menuda causa! Y acechando a ver si este o aquel no compartía vuestras ideas para ir a amargarle la vida. O a quitársela.

“No, Marta no, yo nunca anduve emborrachándome ni molestando a nadie y tú bien lo sabes. A mí no me incluyas en el lote de aquella partida de desalmados, porque yo nunca extorsioné a nadie, me limité a seguir cumpliendo mis funciones como alcalde, que para eso me habían elegido con toda legitimidad.

“Tú estabas en plena juventud. Tus funciones podía haberlas cubierto alguien de edad avanzada, alguno de aquellos viejos que se llevaban al frente, los que llamaban de la quinta del saco.

Marta había suspirado profundamente, al tiempo que cruzaba sobre su pecho los picos de la toquilla de lana negra que cubría sus hombros.

“Y a mi pobre hermano, que sólo hacía doce días que había cumplido los diecisiete años. Al mes justo de llevárselo recibimos la noticia de que había muerto.

“La edad de tu hermano y otros como él, no era la adecuada para desempeñar las funciones de un alcalde, Marta, aunque fuera en un pueblo tan pequeño como éste, tú lo sabes.

“¿Y tú sí eras la persona adecuada? Pues que mal lo demostraste, dejando a los energúmenos hacer aquella infamia con Víctor, el muchacho que había encerrado en el calabozo del ayuntamiento. ¡Qué podía haber hecho el pobre hombre si jamás se había metido en política! ¿Acaso que su padre era hermano de un cura y se había escondido porque se le consideraba fascista?

“¡Por los clavos de Cristo, Marta! Yo no dejé hacer, como dices, me sacaron de mi casa de madrugada. Estaba asustado porque creí que iban a matarme a mí, ya me había puesto en varias ocasiones en contra de las fechorías de aquella gente. Me negué a darles la llave del calabozo y me pusieron una pistola en la sien.

“También se la pusieron al Tío Frasquito, el viejo policía municipal y no les entregó la llave, y encima les dijo que no tenían cojones para apretar el gatillo, por eso fueron a por ti, a tu casa y te obligaron a ordenar al viejo que les entregara la llave.

Siempre fue difícil discutir con Marta, sobre todo cuando ella tenía la razón de su parte y, en esta ocasión la tenía toda, o casi toda. Lo que Marta no sabía es que el viejo municipal cuando, siguiendo las órdenes de Rodrigo, a la sazón alcalde del pueblo, les dio la llave, les dijo con fiereza: ¡matadme a mí que ya soy un viejo y dejad al pobre zagal, que él tiene toda la vida por delante y no ha hecho mal a nadie!

“Fueron días malditos, Marta. Una especie de locura colectiva, como una borrachera de odio y de sangre. Yo no inventé aquella guerra, sino que la padecí como todos. La he padecido toda mi vida y me va a seguir torturando hasta la tumba. En esta zona se cometían atropellos y en la otra, que la teníamos a dos pasos, se cometían infamias mucho más gordas, en Granada, nuestra capital, se sacaban casi todas las noches camiones llenos de presos y se fusilaban en las paredes del cementerio, o en los barrancos, o en las cunetas de las carreteras, fue como una enfermedad, todo el mundo odiaba a todo el mundo.

“Odiabais, Rodri, odiabais. Y la semilla de ese odio, que todavía no he llegado a comprender, germinaba donde encontraba terreno abonado; ni mi familia ni yo odiamos jamás a nadie, si acaso, odiábamos a vuestros odios y a vuestra maldita guerra, que nos robó a mi pobre hermano cuando apenas comenzaba a vivir.

Ni cincuenta, ni cien años, serían capaces de quebrantar el carácter indómito de Marta, piensa Rodrigo al amable calorcillo de la estufa. El ferroviario, que en contra de su voluntad se había quedado un poco traspuesto, se pone en pie sobresaltado y sale a dar una vuelta, en tanto que el viejo continúa rememorando aquella penosa etapa de su vida. Recuerda a la Marta delgada y ágil de aquella época lejana y terrible; aquella que días después de la noche fatídica en la que se cometió la canallada con el pobre Víctor, se presentó en su casa y le dijo:

“Mira Rodri. Aquí tienes estos papeles y cuanto puedas necesitar para irte del pueblo todo lo lejos que puedas. Esta noche entre las doce y las doce y media, parará un tren en la estación; sube en él y cuando te deje en Barcelona, apáñatelas como puedas para llegar a la frontera con Francia. Si alguien trata de detenerte, le muestras esta carta, si es del ejército republicano y esta otra si es de los nacionales.

Cuando Rodrigo echó un vistazo a la segunda carta vio que se trataba de un salvoconducto. Leyó el nombre de don Joaquín el boticario, desaparecido del pueblo hacía casi año y medio. Hoy, en la larga conversación que han mantenido, Marta se lo ha explicado todo.

“Don Joaquín entonces, estaba convencido de que la guerra estaba a punto de terminar a favor de los nacionales y ya no le hacían falta ningunos papeles –Marta señaló hacia un gran aparador que ocupaba parte de una pared del cuarto de estar donde estaban sentados–. Ahí, en un cuchitril que hay detrás de ese mueble, estuvo veinte meses oculto. Siete meses después de irte tú, se terminó la guerra y pudo al fin salir del agujero.

El joven ferroviario vuelve de hacer su ronda y encaja la desvencijada puerta ayudándose con la rodilla. Tras dejar el farol sobre la mesa, exclama, mientras se frota las manos junto a la estufa:

-Están cayendo rayos de punta ¡menuda nochecita!

El viejo vuelve a alzar los ojos hacia los cristales de la ventana, que ahora se comienzan a cubrir de gotitas oblicuas y afiladas como saetas.

-¿De verdad no quiere que le sirva otra tacita, abuelo?

-Oh no –se apresura a negar–. Muchas gracias, pero no debo descuidar mi tensión arterial, últimamente tiende a subir.

El joven se sirve como media taza y la bebe a pequeños sorbos mirando a hurtadillas a su extraño compañero, que parece ajeno a cuanto le rodea. Decididamente es un hombre extraño, ahora da la sensación de que sonríe, por qué lejanos y extraños mundos navegarán sus cavilaciones. Y es ahora, empero, cuando lo que ocupa la mente del viejo está encerrado entre las cuatro paredes de la angosta garita.

-Has vuelto a llamarme abuelo.

-Si, es la costumbre por aquí y como antes me ha dicho que no le molestaba…

-¡No, por Dios! No sólo no me molesta, me causa una enorme satisfacción que me llames así –a Rodrigo se le comienza a enfriar la sonrisa–. Es la primera vez en mi vida que alguien me llama abuelo. Nunca me han llamado nada que no fuera Rodrigo, o señor Herrera, que es mi primer apellido. Vi por última vez al único hijo que tuve hace más de medio siglo y entonces él todavía no hablaba. Antes… creo que he sido desconsiderado contigo, cuando me has preguntado si era de estas tierras. Pues si, en este pueblo nací y me crié, aunque no te mentí al decirte que no pertenezco a ningún sitio, puesto que la mayor parte de mi vida la he pasado en Suiza, pero he de confesarte que nunca llegué a integrarme del todo en aquellas tierras, que son bellísimas, pero en las que yo me sigo sintiendo extraño.

-¡Vaya! –Exclama el joven animado por ésta aclaración–. Yo estuve a punto de emigrar a Cataluña, hace unos años, también en los ferrocarriles. Me ofrecían casi el doble de sueldo que aquí, lo que me hizo desistir fue que estaba a punto de nacer mi primer hijo y ya me dio un poco de miedo irme tan lejos, ya sabe: el parto y todo eso… este empleo, aunque no es gran cosa, nos da para ir tirando.

-Nunca te arrepentirás de haber tomado esa decisión: la mujer, los hijos y la tierra donde uno ha nacido, son las pocas razones por las que vale la pena luchar, vivir y hasta morir, si fuera preciso.

“El vacío de las ausencias, acaba por llenarse antes o después –había dicho Marta–. El ser humano, sobre todo si es joven, no puede rodearse de soledad, la soledad es una mala compañera.

“Lo sé Marta, lo sé, en soledades y vacíos me considero un auténtico catedrático pero mi único anhelo, lo que me ha empujado a volver por aquí después de toda una vida sin más compañía que mis remordimientos, es la necesidad de ver, aunque sea una sola vez a mi mujer y a mi hijo. A aquella mujer por la que estaba loco de amor y aquel niñito de pocos meses que tuve que dejar la madrugada de un día maldito. Marta, mírame, dime: ¿de verdad no tengo ni siquiera el mísero derecho de volver a verlos, aunque sólo sea unos minutos? ¡Ni tan sólo unos jodidos minutos!

Habían caído en un tenso silencio tras éstas desgarradoras palabras. Rodrigo vio por primera vez una duda angustiosa asomar a los ojos de Marta, negros como la misma noche. La voz de ella había perdido también su seguridad cuando dijo:

“No sé, Rodri, no sé ya lo que será peor. Pero si te empeñas en verlos, tengo el presentimiento de que lo único que lograrías sería soliviantar a una familia que, como ya te he contado, se formo en la convicción de que tú ya no existías. Tu hijo, como acabas de decir, tenía apenas unos meses cuando te fuiste. Ahora tiene él hijos con, aproximadamente la edad que tú tenías entonces y el único padre y abuelo que ambos han conocido –que por cierto, hace como año y medio que murió–, es el que se casó con la que fuera tu mujer cinco años después de tu partida, y los dos hermanos de tu hijo, nacieron del nuevo matrimonio; así es que… dime dónde encajas tú ahora.

-Ya sólo faltan tres cuartos para que llegue su tren –dice el joven ferroviario, al tiempo que destapa el termo del café–. Quedan dos medias tazas ¿quiere que lo apuremos, abuelo?

Una sonrisa ancha distiende las facciones enjutas del viejo y una llamita de, sabe Dios qué rincón olvidado de su alma, aflora por un momento a sus ojos acuosos.

-¡Sea! –Afirma alargando su taza, todavía con solaje del primer café–. Vamos a apurarlo.

¡Abuelo! Ha vuelto a llamarle abuelo. Quizás sólo por el rato que está pasando con este joven agradable y bonachón haya valido la pena hacer un viaje tan largo. Las horas que está pasando en la cochambrosa garita de este apeadero ignorado las recordará en lo que le quede de vida, que ya no puede ser mucho, esto lo tiene claro el viejo. Será ese clavo ardiendo al que se agarran los desahuciados cuando ya a muerto toda esperanza. Puede que Marta tenga razón y él no merezca mucho más.

“Y mi… Bueno, la Leonor, cómo está, Marta, ¿la ves alguna vez, hablas con ella?

“Todos los domingos y días festivos nos juntamos en misa y a la salida charlamos un ratito en la plaza, si no hace mal tiempo, claro. Pues, ella está bien aunque, hecha una vieja, como tú, como yo y como todos los de nuestra edad que aún seguimos vivos casi de milagro.

“Y mi hijo, Marta, cómo… ¿cómo es?

“Es una gran persona –había respondido Marta sin titubear–. Un hombre respetado y querido por todo el pueblo. No se parece a ti.

Rodrigo había bajado los ojos, abrumado por una mezcla de sentimientos que iban del orgullo, a la vergüenza.

“Tu franqueza raya la crueldad, Marta; hieres como un punzón de acero. Eres tan dañina como la Santa Inquisición –había sentenciado Rodri con la voz enronquecida.

“No Rodri, no es por ahí y te ruego que me perdones –se había apresurado Marta en rectificar–. No he querido decir eso, me he expresado mal. Lo que quería decir es que tu hijo no se parece demasiado a ti físicamente; es algo más bajo que tú y más recio, como más cuadrado. Tiene una hija muy guapa, con treinta y dos años y un hijo con veintisiete, éste si se parece mucho a ti: alto, ligero de carnes, hasta en la forma de hablar me recuerda a ti cuando tenías su edad, o sea, cuando te fuiste del pueblo.

La voz, ahora reflexiva del joven, lo saca de sus elucubraciones.

-Son las cuentas que yo me hago. En otros lugares se ganan mejores sueldos, según dicen, pero yo, pues tampoco vivo tan mal. El jornal que gano aquí, por hacer el turno de noche no es que sea muy grande, pero trabajo también media jornada en un molino de piensos y la Carmen, mi mujer, digo, pues también trabaja unas horas por las tardes en el restaurante que hay en la salida del pueblo, junto a la carretera, les ayuda en la cocina, ¿sabe usted? Tenemos a la niña, pero esas horas que la Carmen trabaja se la quedan mi madre y mi abuela.

-Estos pueblos no ofrecen muchas oportunidades a los jóvenes, por lo que he podido ver –afirma Rodrigo–. En cincuenta años, apenas han evolucionado, se han quedado anclados en el tiempo.

-No crea usted. Las familias que tienen buenas tierras, todavía se defienden. Los tractores y motocultores adelantan mucho el trabajo. Yo vengo pensando desde hace tiempo en poner un pequeño taller de reparar maquinaria agrícola. Aquí en el pueblo no hay ninguno y cuando surge alguna avería, tienen que venir a repararla de los pueblos vecinos. Muchas de esas averías las soluciono yo, ya llevo años haciendo ese tipo de chapuzas en mis ratos libres y…

-Ah, pero… ¿aún te quedan ratos libres después de realizar las tareas que me has contado?

-Bueno– se sonríe el joven como si se disculpara–, esto de las chapuzas para mí no es trabajar, disfruto mirando las tripas a un motor, o soldando unos aperos. Le decía, que mi sueño es abrir un pequeño taller, pero lo he intentado y cuesta un dineral.

“Desde aquellos primeros años, en los que creí enloquecer, nunca había echado tanto de menos a mi tierra como ahora, Marta, cuando veo que la muerte comienza a segar la hierba bajo mis pies. Estos últimos tiempos la añoranza me viene royendo las entrañas como un perro hambriento. Necesito estar con mi gente, éstos aires, éste cielo, los olores que respiré cuando joven que durante tanto tiempo han permanecido guardados en la memoria de mis sentidos. Si Marta, si, los sentidos de los emigrantes tienen memoria. Los viejos españoles necesitamos que nos caliente los huesos en las plazas de nuestros pueblos el sol de los últimos otoños, antes de pasar al largo, al definitivo invierno que nos aguarda. Me entristece pensar que ya ni siquiera me queda el derecho a que mi cuerpo repose en la tierra donde nací.

El joven ferroviario ha vuelto a salir y Rodrigo continúa inmerso en sus cavilaciones. Lo que hubiera dado por ver, aunque sólo hubiesen sido unos minutos, a su mujer, o a la que un día fue su mujer, a su hijo y a sus nietos, bueno, al nieto quizás no tanto, tenía un poco de reparo al pensar que tal vez le recordara a aquel joven del cuarto del ayuntamiento, aunque, aquel joven, aquella madrugada infame y los dos días que la siguieron, habían permanecido vivos en su conciencia a lo largo de todos los días y noches de su vida.

Si aquella noche él hubiera tenido el temple que adquirió años más tarde en Francia, luchando en la resistencia contra los alemanes, quizás las cosas se hubieran desarrollado de forma muy distinta, no habrían tenido un final tan absurdo. Puede que aquellos cinco canallas le hubiesen matado y después hubieran asesinado igualmente al joven, pero, aún siendo así, él, Rodrigo, no habría tenido que llevar sobre su conciencia esa terrible carga durante toda su vida. Cuando fueron a por él a su casa aquellos desalmados, ni siquiera se les ocurrió registrarlo, daban por hecho que era un hombre de carácter pacífico ¡demasiado pacífico! Pensó a partir de entonces Rodrigo. No llegaron ni a sospechar que llevaba una pequeña pistola en el bolsillo interior del chaquetón. Tendría que haberles plantado cara a los asesinos con verdadera decisión y, llegado el caso, haberse cargado a alguno de ellos, la vida de los cinco no valía lo que la de aquel pobre inocente.

Más tarde, en su lucha en Francia contra la ocupación alemana, había aprendido que matar, por contradictorio que parezca, era necesario, a veces imprescindible, para salvar vidas. Éste terrible razonamiento había llegado a comprenderlo demasiado tarde. La vida de Víctor, el hijo de don Raúl, ya estaba perdida irremisiblemente y, por muchas vidas que él, Rodrigo, hubiera salvado, en ocasiones, a costa de sacrificar otras, jamás podría quedar en paz con el mundo, ni consigo mismo, porque la voz angustiada del joven continuaba arañando su conciencia: “¡Tú no puedes dejar que me maten, Rodri, eres el alcalde! ¡Yo no quiero morir, nunca hice mal a nadie!

-Sólo faltan veinte minutos para que llegue el expreso –dice el ferroviario consultando su reloj de pulsera al tiempo que se pone en pie–. Voy a preparar en el andén dos bultos que tiene que recoger.

Rodrigo recuesta la cabeza sobre la pared y sus ojos vuelven a fijarse en las retorcidas vigas del techo, se siente muy cansado, como si acabara de correr una larga carrera, el corazón comienza a golpearle en el pecho como si no cupiera dentro de él y su respiración se acelera produciendo pitidos agudos e intermitentes. No es la primera vez que le han asaltado este tipo de crisis, ahora vendrá el frío en las piernas y brazos y esto dará paso al bienestar, a la calma casi placentera. Se oye un pitido largo, suena desde muy lejos, o así se lo parece al viejo, que lo percibe cuando el desaforado galope del corazón comienza a sosegarse, debe ser el expreso, que anuncia su llegada…

El pitido se suaviza en la mente de Rodri y queda como un remanente muy suave, que sirve de fondo a la voz del joven ferroviario llamándole abuelo, ¡Dios bendito! Eso le suena al viejo Rodrigo como música celestial, abuelo…

Cuando el joven abre la desvencijada puerta, una vaharada de aire moteado de nieve irrumpe en la angosta garita. Algunas de estas centellas heladas se posan en las mejillas impasibles de Rodrigo.

-¡Vamos que su tren ya está entrando en la estación, abue…!

Las últimas palabras se le congelan al ferroviario en la boca, al ver la mirada del viejo clavada en el techo, inmóvil.

-¡Oh! Perdona hijo, perdona. Me había quedado un poco traspuesto. Se está tan bien en este lugar…

Salen a la fría madrugada cuando el largo gusano de acero acaba de detenerse ante ellos. El joven sube delante al vagón que corresponde y cuando acomoda en su lugar la pequeña maleta de Rodrigo, se encara con él.

-Bueno abuelo; pues le deseo buen viaje y… –titubea al alargarle la mano y el viejo lo saca del apuro diciendo, al tiempo que alza los brazos:

-Si te parece bien, podemos despedirnos con un abrazo. Al fin y al cabo, he estado siendo tu abuelo casi media noche.

-¡Ah! –Exclama el viejo echándose mano al bolsillo del abrigo y entregándole un sobre cerrado– Esto es para ti. Pero no lo abras hasta que regreses a tu garita.

Cuando el convoy alcanza su velocidad de crucero, el viejo sonríe socarrón, imaginando la cara que estará poniendo el joven cuando, ya en su caseta, abra el sobre y encuentre el cheque por valor de tres millones de pesetas junto a una nota que reza: “Considéralo una ayuda para que puedas montar tu taller, puesto que, como te dije al despedirnos, eres el único ser que me ha hecho sentir la dulce sensación de sentirme abuelo en toda mi vida ¡De sentirme algo de alguien! Por eso me he permitido la libertad de adoptarte como nieto”.

Y el tren continúa abriéndose camino por entre las entrañas negras de la noche, en tanto que el viejo se pregunta con cierta docilidad, cuánto tiempo pasará hasta que vuelva el corazón a emprender su estruendoso galope, sabiendo, que en uno de esos acelerones reventará como una burbuja de jabón.

FIN