miércoles, 13 de julio de 2011


SUEÑOS



Me he detenido al llegar frente a su ventana. Ella, como siempre, está al otro lado, de perfil, atenta a esa labor que tiene entre manos y que yo desde la calle no puedo apreciar. El cuello ligeramente en escorzo y el pelo castaño descansando dócilmente sobre su hombro, deja entrever la nuca desnuda, de color casi canela, donde se insinúa un latido tibio, una invitación a la caricia.

Permanezco allí quieto, contemplándola y conteniendo la respiración unos minutos, o tal vez horas o, quién sabe si siglos, puesto que en los sueños no hay reloj ni calendario capaz de medir el tiempo.

La calle está solitaria, sólo transita por ella el viento de una tarde de otoño, arrastrando consigo hojas amarillentas e ilusiones tardías, tal vez muertas.

Me resisto a moverme. Quisiera que mis pies se enraizaran al suelo para que esta mágica contemplación no terminase jamás, pero sé que esto es imposible. He llegado a conocer mi sueño a fuerza de soñarlo muchas veces. Sé lo que va a ocurrir en cada momento, sé que es un sueño, mi sueño, pero no puedo alterar ni un detalle, él me arrastra una y otra vez, inexorablemente, hacia ese final incierto, que me despierta con el alma agarrotada por la angustia y la ansiedad, la maldita ansiedad latiéndome en las sienes.

Cuando, ya despierto, logro convencerme de que el motivo de mi agitación sólo era un sueño, El Sueño. Vuelvo al sosiego de mi descanso, pero pronto, la fantasía onírica comienza otra vez a adueñarse de mi mente y me traslada a aquel pueblo, casi aldea, donde nací y viví mi niñez y mi adolescencia. Sé que ahora caminaré los pocos pasos que me separan de la puerta. Tocaré sobre la recia tabla con la mano extendida y al momento saldrá a abrirme la mujer ataviada de riguroso luto. Me observará comprensiva desde la bondad de su mirada oscura; me precederá hasta la habitación de ella y empujando suavemente la puerta, como temerosa de despertar a alguien o de romper algún hechizo, me dirá:

-No te tortures más, zagal. Ella hace más de treinta años que no está aquí. Tienes que resignarte, hijo.

Mi alma, toda, vuela hacia la silla vacía. Luego recorre la pequeña habitación. La ventana de mis sueños vista desde dentro. Sobre la pequeña mesa de costura, un paño blaquísimo con delicados bordados a medio hacer. Sobre él, unas pequeñas tijeras entreabiertas y un dedal. Encima de la silla en la que ella debía estar sentada, una canastilla de delgados mimbres, contiene un acerico y bobinas de hilo de distintos colores. La pared del frente la adorna un cuadro del Sagrado Corazón y bajo él, un viejo aparador donde reposan dos fuentes de Níjar y unas cuantas fotografías de familia. La presencia de ella parece respirarse todavía en el silencio de la estancia.

Al fin me daré la vuelta y cruzaré de nuevo el portal de la modesta casa, bajo la mirada piadosa de la mujer enlutada. Al traspasar el umbral, el sueño me vaciará en la realidad, sin compasión, dejándome inmerso en un cruel desamparo, como a un molusco que le desnudan de su caparazón y le abandonan en carne viva en la aridez de un camino.

Luego, a medida que avanza el día, lo cotidiano hará que mi razón vaya recobrando su pulso normal, aunque el rescoldo de mis visiones oníricas permanecerá en mí, agazapado en algún rincón oscuro de mi mente, lleno de sugestión y de terrible amenaza. Hará cosa de un año, quizás no llegue, que me viene perturbando este sueño y, aunque con pequeñas diferencias, la historia siempre viene a ser la misma.

La primera vez me causó cierta sorpresa que acudieran a mi mente en forma de sueños, pasajes de mi primera juventud (casi mi adolescencia) después de transcurridos más de cuarenta años, ¡toda una vida!, llena además con sus etapas necesarias: familia, trabajo y un buen repertorio de ambiciones o metas a cubrir... Una vida en la que no quedó mucho sitio para andar rumiando viejas nostalgias o haciendo cábalas sobre lo que el Destino se empeñó en matar cuando apenas había nacido.

Si, aquella primera o, primeras veces, este sueño me proporcionó una especie de sosegado bienestar. Fue como insertar un paréntesis en el desarrollo normal de mi vida, como esa pausa que nos proporciona releer un libro que muchos años atrás nos impactó, o al menos nos emocionó. Luego, a medida que el sueño se ha ido repitiendo, ha despertado mi curiosidad o, ¿tal vez necesidad? Obligándome a forzar la memoria para componer, o recomponer aquella lejana, tierna y, a la vez trágica historia vivida por mí y por la enigmática chica del otro lado de la ventana.

La verdad es que ésta, mi historia, no tiene nada de novedosa, puesto que es la historia de cientos, de miles de jóvenes que sienten en su ser las primeras llamaradas de amor y las viven apasionadamente, llenas de sinceridad y también salpicadas por las torpezas propias de la inexperiencia, claro.

Es normal que a la edad de quince o dieciséis años, una pareja de jóvenes se sienta atraída mutuamente hasta el punto de, saltándose todas las reglas, buscar los lugares más solitarios, donde dar rienda suelta a sus pasiones ardientes, nacidas con tan imperiosa fuerza.

Bueno, la verdad es que en aquellos años, los asuntos de la moral y la decencia se llevaban casi con rigor de hoguera, algo que en circunstancias menos cerriles debería haber sido normal, descendía al nivel de lo indecente, de lo escandaloso, he de reconocerlo.

Nuestras escapadas venían a recalar indefectiblemente en las orillas del río. Las frondosas alamedas y las tupidas macolladas de sauces, cuyas ramas luengas llegaban a lamer la corriente, nos proporcionaban el cobijo que nuestro apremio necesitaba. Era aquel un mundo verde, alejado de todos, cargado de murmullos –el agua, los pájaros– que incitaba a liberar nuestros sentimientos sin ningún tipo de traba y, ¡cómo gozábamos aquella libertad prohibida!

Luego, satisfechos y dichosos, cruzábamos el viejo puente de madera y volvíamos al pueblo por el camino de la vega, así se lo llamaba. Las gentes intercambiaban miradas, murmuraban de nosotros Dios sabría que cosas, pero nos daba igual. Sabíamos, eso si, que si nuestra relación llegaba a romperse, a ella no se le acercaría ya ningún joven, al menos con “buenas intenciones” pues todo el mundo sabía de nuestros apasionados amores. Por ello, la posibilidad de que lo nuestro acabara sólo podría traerla la muerte. Hasta ahí llegaba la garantía de nuestro amor.

Recuerdo que nuestro romance tenía sus particularidades ¡qué duda cabe, qué historia de amor no las tiene, de ahí su singularidad! Cuando volvíamos al pueblo, al cruzar sobre el puente, ella se detenía y se ponía a mirar las aguas revueltas y fangosas con obsesiva fijeza. Yo veía cómo el rescoldo de pasión recién vivida del fondo de sus ojos era suplantado poco a poco por el reflejo de las turbulencias arcillosas del agua. Si un día me dejaras –me dijo en alguna ocasión, sin apartar la mirada del infierno líquido– me arrojaría al río y luego volvería a por ti, dicen que los ahogados tienen poderes que no tienen los demás muertos. Bah, no digas tonterías –respondía yo–, sabes que no me gustan estos juegos –a lo que añadía ella sentenciosa–. Si pensarás las cosas con más profundidad y me conocieras de verdad, sabrías que no es ningún juego. La fijeza hipnótica con que miraba las aguas y la solemnidad con que pronunciaba estas palabras me helaban la sangre y, aún ahora, después de tantos años, no puedo evitar un extraño desasosiego al recordarlo.

Sí, había en ella facetas que yo fui descubriendo admirado, que se salían de lo normal en una chica de su edad o, creo que se salían de lo normal en cualquier ser humano. Un día, estando tendidos muy cerca del agua, bajo un viejo y frondoso sauce, oímos una especie de siseos muy cerca de nosotros. Yo me quedé paralizado cuando miré en aquella dirección y vi, en el cuenco de un viejo tronco, una culebra semienroscada que no parecía muy conforme con nuestra proximidad.

Cuando mi compañera vio de qué se trataba, se fue hacia el ofidio con absoluta naturalidad y comenzó a hablarle ternezas y a acariciarle hasta lograr tranquilizarlo. Al momento lo cogió y se lo puso en su regazo; el bicho se deslizaba por entre sus manos y sus brazos sin el más leve signo de atacar ni de huir. Luego lo depositó sobre la hierba y el animal se alejó reptando sin prisas, no sin antes haberse orientado sobre el mejor rumbo a seguir.

Es una hembra –me aclaró–. Estaba un poco inquieta porque ha llegado su época de celo y no ha encontrado todavía machos con los que aparearse.

Yo apenas podía centrarme en el significado de sus explicaciones, porque mi mente estaba ocupada preguntándose qué extraños poderes tenía para haber manejado al reptil como a un mimoso gatito...

Para el amor son insaciables –prosiguió vehemente sus explicaciones–. La hembra es de mayor tamaño que el macho; puede aparearse con dos, tres y hasta cuatro machos, ininterrumpidamente, en una misma sesión.

Si, estos y algunos detalles más, eran los que me hacían pensar que ella llevaba dentro algo que no era de este mundo. Y son estas extrañas particularidades las que ahora, al revivir todo aquello y acuciado por la tenacidad de mi sueño, se perfilan en mis recuerdos con acuciante vigencia. Hasta el punto de hacerme sentir miedo.

Miedo a la noche, a aquella calle de aldea con su ventana, con ella al otro lado atrayéndome, joven y enigmáticamente bella, inalcanzable. Miedo también al día, porque se me irá desmenuzando aquel romance hasta en sus más mínimos detalles. Porque volverán a helarme la sangre sus sentencias sobre el viejo puente de madera, con la agitación de los turbios remolinos del río como únicos testigos.

Y otro miedo más, el que no ha dejado de acompañarme a lo largo de tantos años: desde el día mismo en que abandoné la aldea precipitadamente, con la conciencia atormentada por haber dado muerte a aquel guarda rural...




***









II


Veo amanecer a través de los cristales del tren, empañados por el rocío. Lo que hasta ahora había sido negrura y vacío, con algunos pequeños grupos de luces entristecidas y lejanas, se va transformando en pueblos de color terroso, con paredes de tapial, despellejadas, o extensiones calvas y pardas de labrantío. Es la ancha y sobria Castilla. Cuando quede atrás entraremos en la cordillera y el tren me dejará en la pequeña estación –casi apeadero–, donde habré de caminar casi dos kilómetros hasta mi aldea.

La única emoción que siento al volver a mi tierra después de tantos años, es el deseo de llegar de una vez al fondo de esta situación absurda en la que me veo envuelto desde hace unos meses, casi un año. Necesito salir de esta pesadilla. De este sinvivir. Y el único medio –no sé siquiera por qué tengo esa certeza– es verme con mi antigua novia, tener una apacible y sosegada conversación con ella. Seguro que repasaremos benevolentes aquel lejano episodio de nuestras vidas y todo quedará en un apretón de manos y una sonrisa de mutua comprensión.

La aldea no ha cambiado mucho, aunque mi memoria, después de tanto tiempo, tampoco creo que guarde en su archivo un retrato muy exacto de cómo era antes. Algunas de las casas que yo conocí están deshabitadas, semiderruídas, y otras han sido restauradas, tal vez hechas nuevas y, no tienen mucho que ver con lo que yo conocí, o guardo en la memoria.

No puedo evitar un gran vacío en lo más íntimo de mí, al descubrir que de la calle y la casa de mi sueño apenas queda algún vestigio que la identifique.

La calle, antaño de tierra apisonada, ahora está asfaltada y hasta tiene sus aceras; y la casa de planta baja y la ventana de mis sueños ya no existen. En su lugar hay un edificio gris, de tres plantas y los bajos son una especie de bazar de <>.

Me encamino hacia el río, descendiendo una empinada cuesta circundada por moreras jóvenes. Suspiro aliviado al divisar allá abajo, entre el hueco de dos alamedas desnudas de hojas, el viejo y destartalado puente de madera.

El puente tiene una cadena cerrando su entrada desde el pueblo y un cartel con su escueto mensaje: <>. Haciendo caso omiso de la advertencia, paso por encima de la cadena y camino casi hasta la mitad de la corriente, no sin cierta aprensión, puesto que el carcomido maderamen se queja tenuemente a cada paso que doy.

El agua, a unos tres metros bajo mis pies, continúa formando aquellos remolinos de mi juventud, como caracoles que la corriente engulle al poco de haber nacido. Mis ojos siguen con obstinación esos turbios remolinos desde que nacen hasta su desaparición.

Hay algo mágico en este renovado, inacabable ciclo, que me espanta y a la vez me atrae.

Vuelvo otra vez a la aldea, ahora por el camino de poniente, por el Camino de la Vega, por el que tantas veces había pasado junto a ella, hombro con hombro, intercambiando caricias clandestinas y miradas cómplices. Me cruzo con gentes que no conozco; ni siquiera me conozco a mí mismo, creo, en este lugar tan extraño, tan lejano...

No tengo más remedio que dirigirme a la casa de mis tíos, la única familia que había conocido desde mi niñez, puesto que de mis padres, hermanos y esa familia que todo el mundo suele tener, yo nunca conocí a nadie, sólo sé lo que me contaron de chico: que mis padres habían muerto por “cosas de la guerra”. Ni siquiera sé con certeza si mis tíos eran mis tíos y mis primos mis primos.

Tengo miedo de que tampoco la casa esté donde le corresponde, pero sí, allí está y además, apenas ha sufrido reformas.

Uno de mis primos es el único vestigio de lo que fue mi familia, los demás se fueron de la aldea o han muerto. Él vive con su esposa y una de sus hijas, aún soltera. Cuando me doy a conocer, lo hago con el ruego de que se mantenga en la aldea el secreto de mi identidad.

-No será difícil lograr que nadie sepa quién eres –me dice mi primo cuando nos quedamos solos, aprovechando las últimas brasas del fuego– lo difícil sería lo contrario, después de tantos años.

-Si, son muchos años –asiento– pero las autoridades, la justicia, tienen muy buena memoria.

Veo el desconcierto pintarse en el rostro enteco de mi primo.

-Si, hombre –insisto– por lo de Antonio, El Garín, el guarda, ya sabes...

-Ah si, El Garín, ¡Buena pieza el tal Garín! Vivió como un cualquiera y murió hecho un viejo borrachín, despreciado por todos. Aquello que os hizo a la chica y a ti, lo pagó a buen precio, como debe ser.

-Si, –continúa mi primo tras un corto silencio –apenas hace seis u ocho años que se lo encontraron muerto una madrugada, a consecuencia de una de sus borracheras, claro.

Comienzo a tener la sensación de que hablamos de la misma historia, pero con resultados distintos.

-Quien ha pagado un precio demasiado alto soy yo –digo con un hilo de voz. Y tras una leve meditación–: he pasado casi toda mi vida pensando que le había matado ¡sintiéndome un asesino!

-¡Cielo Santo! –Exclama mi primo cubriéndose el rostro con las manos– ¿de verdad creíste que lo habías matado?

-Si. Tenía la cabeza ensangrentada y no se movía… Por eso huí a donde nadie pudiera encontrarme.

-De todas formas –agrega mi primo–, no lo hiciste muy bien, que digamos. Podías haberte preocupado (por algún medio discreto, creo yo) de averiguar que había pasado en realidad. Aquella pobre chica no merecía que desaparecieras de la forma que lo hiciste, sin dejar rastro. Era muy entera ella. Vinieron los guardias civiles de Soto Hondo y les contó cómo El Garín te encañonó con su carabina. Quería amarrarte a un álamo y violarla a ella, que aprovechó un descuido para estamparle un peñasco en la cabeza. Apenas habían terminado de curarlo, se lo llevaron a la cárcel de la capital y estuvo diez u once meses, creo recordar.

A duras penas puedo disimular mi estupor. ¡Cielo santo! Me he pasado la vida tratando de acallar mis remordimientos, con la sombra de una muerte pesando sobre mi conciencia. De una muerte que nunca cometí.

-Y... ¿Y ella? –Pregunto casi en un gemido. A mi boca llega sólo un sabor seco y amargo. Ahora es mi primo quien me mira sin entender.

-¡Cómo! ¿Tan lejos te fuiste que no te enteraste de lo que pasó?

-Si. –Asiento con repetidos movimientos de cabeza–. Tan lejos.

-Pues... –titubea antes de comenzar– se la veía por ahí, por esos caminos, por las alamedas, por las orillas del río, igual de día que de noche, andaba como a lo suyo, ya sabes, sin hacer caso de nada ni de nadie. Unos decían que estaba loca, era como un alma en pena que no encontraba sosiego en ninguna parte.

Casi no me sorprendo cuando mi primo me dice que unos meses después de mi partida, encontraron su cuerpo unos dos kilómetros río abajo, en el remanso del aserradero.

-Se conoce que le dio algún mareo y cayó al agua. Se pasaba las horas muertas apoyada en el pretil del viejo puente de madera. Su madre, la pobre, aseguraba que habría sido algún trastorno, o mareo, ya que de últimas casi no comía. El cura –ya sabes tú como eran los curas de antes–, no consintió que se enterrara en tierra cristiana. La enterraron en ese corralillo apartado en el que no se ven más que ortigas y zarzas; donde entierran a los desgraciados, tú ya me entiendes, a los que se suicidan.

***




III


La pequeña estación está desierta a estas horas de la tarde, sólo estoy yo, sentado en un banco, con mi pequeña maleta al lado. Hace un tiempo desapacible, con densos nubarrones negros que pasan presurosos, como si los agobiara el apremio de llegar a algún lugar concreto, haciendo que el sol, cerca ya de su ocaso, aparezca y desaparezca dando a la tarde invernal un continuo sombraluz, como si el astro rey naufragara en un mar hostil.

Comienzo a no encontrarme bien, estoy como destemplado. Tengo escalofríos y noto cómo una angustia que me nace desde muy hondo. Trato de distraer la casi media hora que falta para que llegue mi tren, acechando el tenue temblor del suelo que anuncia el lejano rodar de otro tren. Luego oiré su pitido, al pasar frente al pueblo y al poco, pasará a escasos metros de mí, con su gran estruendo. Con su interminable hilera de ventanillas iluminadas, a través de las cuales, casi da tiempo a ver calor humano, calor de vida que ha llegado de improviso y huye rauda por las vías infinitas. Aparecer y alejarse. Morir cuando apenas se ha nacido, como los pequeños remolinos del río, bajo el puente de madera.

No, no me encuentro nada bien. Mi respiración se ha ido acelerando, como si todo el aire del mundo no fuera suficiente para abastecer a mis pulmones. Y esa descomposición, esa angustia, va en aumento. Los dientes comienzan a castañetearme. Miro a mi alrededor y no se ve un alma. Es triste sentirse morir sin alguien que te ofrezca siquiera una palabra de aliento. Siento que me derrumbo sobre el banco y no puedo evitar mi caída.

Al poco ya no me duele nada. Todo es calma. He vuelto a la calle de mis sueños, a la de antes, a la de siempre. Con su casita humilde de planta baja. Con su ventana encristalada. Ella sale a la puerta y al verme, se dirige a mí sonriente, bella como una diosa pagana. Trae sobre el brazo una tela blanquísima, sí, es la que siempre estaba bordando, la que en todos mis sueños yo encontraba sobre la mesa, cuando ella ya no estaba. Al llegar a mí me besa y sin dejar de sonreír, se echa sobre sus frágiles hombros parte de la tela blanca, el resto lo echa sobre los míos y enlazados por la cintura caminamos calle abajo, sonrientes y dichosos. El suelo, de tierra apisonada, se va transformado en agua poco a poco hasta terminar poblándose con los pequeños remolinos del río.

FIN